Del otro lado, el camino fue aún más corto
hasta llegar al próximo cambio de orilla. Cayo y Micky conversaron
de algo que no recuerdo, quizás porque pensé en un asunto que tenía que
resolver cuanto antes y que lo prorrogué por mucho tiempo. Mojándome sólo un
poco, atravesé con mayor confianza el río, pues mis compañeros se mantuvieron
distantes. No dudé que este tramo era el último para llegar al puesto
de control de los visitantes, de los forasteros y de los que se querían pasar
de vivos. En menos de diez minutos, arribaríamos a la citada
garita y les anticipé a los chicos una vez estuvimos en el sendero, cuando
me alcanzaron y se pusieron a mis lados. Acordamos filmar dos escenas
en ese tramo. Micky corrió hacia delante con la cámara, procurando que no se
moje y teniendo él mismo cuidado de no resbalarse, ya que en la ruta se habían
ido formando algunos charquitos. En el vídeo editado, la filmación de
Micky dice “Ligera llovizna”, y comienza con mi primo (al frente) y yo
acercándonos y pasando por el costado de éste. Vimos instantáneamente a la
lente. Las gotas del cielo y la humedad del suelo hacían que no alzáramos más
tiempo la cabeza. Pero, en ese corto cruce con el camarógrafo, exageré un poco
el estilo de moverme, como un auténtico practicante del trekking.
Luego, cubriendo con una mano a modo de visera el dispositivo, el
menor de los tres nos siguió grabando desde atrás. Tras caminar por
el tortuoso y empapado sendero por unos momentos, me giré 180 grados en
dirección a el que portaba la “grabadora de recuerdos”. Hice un saludo que me
imposibilité resistirme, y después continué mi marcha, llamando e incitando a
llegar a la bendita cascada. Cayo volteó a echarme un vistazo y
Micky apagó la cámara, no sin antes realizar una toma de una gran pared rocosa
de la derecha a 10 o 15 metros del camino… En la posterior escena, el
autor de este blog fue el filmador. Mi primo andaba delante. Lo grabé, claro.
Al punto a mi perfil y a Micky en cuerpo entero, para acabar haciendo un
rápido barrido de cuadros.
Ascendimos
un poco más y pasamos a través de un tronco partido con motosierra que antes
estorbaba el tramo. Desde ahí, a veinte metros, se veía a la
garita de control y otras chozas pequeñas a espaldas de ésta. Había regular
gente allí. Cayo y yo quisimos juntos una foto apoyados en el tallo
caído, previo a arribar al puesto ecológico e identificarnos frente al
celador de esa zona de la cordillera. Micky se equivocó de modo de
la cámara y, en lugar de sacarnos una imagen, nos filmó unos segundos.
“¡Bestia!”, le dijimos. Impertérrito, el descuidado no tardó en corregirse. Sin
demora, toda nuestra llegada el referido lo grabó en vídeo. Mi
primo lideró la marcha. A decir verdad, la lideró hasta haber bajado muy cerca
al tambo y me jalara del hombro hacia adelante. El gilipollas no sabía cómo
demonios presentarse. A pesar que ya no lloviznaba, dos personas —un
varón y una chica— departían al cobijo del sector no circulado de la choza.
Los saludamos: al joven con un apretón de manos y a la dama con simples
movimientos de cabeza. Conocía de vista al pata, pero a la muchacha
ni en pintura; por eso no fui más allá con ella, aparte de que el tipo podría
ser su enamorado. En las proximidades, mientras del cielo se fueron
borrando lentamente las nubes, vimos más individuos, en el río, en las piedras
o en las demás casuchas; sin embargo, ninguno de ellos tenía apariencia de
guardián. Así que preguntamos a los que acabábamos de tener contacto. La
buena noticia vino de súbito. “Por ahora, no se encuentra ningún
encargado que cobre el ingreso a las cascadas. Y supongo que es por un
considerable tiempo, porque cuando mis amigos y yo vinimos hace más de una hora
sólo estaba la familia de uno de los guardianes, así como en estos momentos”,
dijo más o menos el joven. Naturalmente, había varios adolescentes por
doquier y una señora en el río que acarreaba baldes con agua hasta una chocita
que hacía las veces de cocina. Dos niños pelaban “choclos” —denominación de
los maíces en algunas regiones de Sudamérica— acomodados en un
banco cerca a una cocina de barro encendida con leñas al rojo vivo, y en la que
una olla, también de barro, humeaba bastante encima de una parrilla. El olor
alcanzó nuestras narices y supe inmediatamente que hoy almorzarían sopa con
carne de monte, lo más probable, de picuro.
Antes de hacer cualquier otra cosa, intercambié unas
palabras más con el chico que conocía. En tanto Cayo y Micky pasaban
revista el ambiente, no muy alejados de mí, la apresurada conversación que tuve
se basó, sobre todo, en una competencia de ciclismo en la que fui uno
de los organizadores, o mejor dicho, el integrante de un grupo organizador,
al igual que el joven. Pero eso acerca de las “carreras en bicis” son otros
capítulos más de mi vida… No se desesperen, que ahorita llegamos a la
primera cascada del río Shilcayo. Sólo déjenme contarles algunas cosas
curiosas que sucedieron antes de nuestro arribo a esta espléndida caída
de agua, además de una resumida descripción del escenario en que hicimos
el último break de ida y unos acelerados detalles de la naturaleza apreciada
entre la garita y la cascada. Presumo qué estarán pensando casi todos —o
todos— los lectores… ustedes, devotos de la paciencia.
Una vez platicado, dimos paso a las
fotografías en los alrededores. Ninguna de éstas a la sombra de las chozas
o acompañados de otra gente. Los tambos o chozas, en realidad, eran
cuatro en total —ahora, no sé cuántos serán—: la principal, es decir,
la garita de control, ubicada más cerca al sendero y, a pesar
de ser la más antigua, era la mejor conservada, debido al material con la que
fue construida, tablas prensadas y pulidas y hojas de cocoteros escrupulosamente
seleccionadas y secadas; dos detrás de la principal, casi del mismo tamaño y
estructura, pero no mucho más pequeñas que la primera, y circuladas sólo hasta
media altura del techo, de palmas secas y oscurecidas parcialmente; y, el
tambito-cocina, como ya lo mencioné, estaba ocupado por una madre y sus hijos,
y además era el más próximo al Shilcayo y con la mitad de
dimensiones que los del medio. Hice una rápida estimación del número de almas
en el perímetro entero. No superaban el par de decenas y había tantos
hombres como mujeres, entre los 15 y 22 años. Micky no despegaba el ojo de
las chicas más esculturales o hermosas. “Deja de enfermarte, man”,
le dije sonriendo. “Con esa mirada de rayos X que lanzas a las chibolas,
asustas a cualquiera, pues te ves como un psicópata sexual, un acosador de
menores”.
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