Fue hace unos años atrás en época de lluvias
cuando, decidido a salir a la naturaleza y conocer el fundo de un
ingeniero, saqué mi bicicleta, equipado de unos cuantos
accesorios y provisto de comida y bebida, y me fui a la compañía del susodicho
que iba al terreno con el objetivo de sembrar unos plantones de
ayahuasca —dudas en los comentarios— para construir un cerco
limítrofe con el fundo vecino. Salimos temprano, a eso de las 6:30
a.m., tras haber desayunado un poco de avena y pan con mantequilla. Desde esas
horas no había cómo mejore el tiempo. El cielo permanecía tapado de
nubes plomas y casi no se veía espacios del celeste firmamento, ya sea en
medio o en los lados. La ruta que tomamos (ambos en nuestras bicis) fue
hacia el oeste de la ciudad de Tarapoto, por donde también
se extendía una cadena de cerros y colinas; éstos tienen menor
altura y vegetación que los de la Cordillera Escalera, y son atravesados
por otro río, el Cumbaza, que es un tanto más ancho y caudaloso que
el moribundo Shilcayo… Nuestra estadía en el fundo consistió en
transportar plantones, cavar hoyos y sembrar; así de simple. Más tarde,
Cayo hizo solo el trabajo de podar e injertar algunos arbustos. A
eso de la 1:00 p.m., el cocinero de los peones nos llamó a almorzar en
el tambo principal de la propiedad campestre, a la compañía de los
trabajadores contratados por el ingeniero, que por cierto esa vez se
encontraba en la ciudad. Bebimos caldo de gallina y nos atragantamos de arroz y
frejoles de la variedad puspino, pasándolo con limonada. Mientras
comíamos, se desató una torrencial lluvia que fue precedida por ligeras
lloviznas y vientos de moderados nudos antes del mediodía (desde las
10:00 a.m., aproximadamente). Los hombres de campo nos recomendaron
quedarnos hasta que la lluvia se calmase un poco y llegar a casa antes de que
el tiempo se ponga peor, cosa que era muy probable y muy difícil de
vencer… Esperamos una hora, creo. El camino que salía del fundo a la
ruta principal estaba hecho una mazamorra de barro y tuvimos que ascender —pues
era un desnivel— empujando las bicis. No pedaleamos ni tres minutos, cuando
la lluvia volvió a vapulear fieramente y a llenar el sendero de charcos. Era
inevitable que las llantas se resbalaran en zonas críticas, de manera que
regresábamos lento y con cautela para no ir a dar en las cochas. Pero he aquí
lo que más quería contarles: Las dos quebradas que a la ida fueron tan
bajas y delgadas que tal vez mojaban nada más que nuestros talones y las
bicicletas cruzaban en un santiamén, al retorno se convirtieron en torrentosas
aguas que los campesinos hacían de todo por atravesarlas. Varios de
ellos perdieron sus cargas cuando el agua se las llevó, entre éstas
transportaban a hombros racimos de plátano, sacos de yuca, trozos
de leña y demás. Hasta que tuvimos la osadía suficiente de pasar la
“quebrada”, con las bicis encima y sujetándonos unos a otros (un
señor y un muchacho aparte de nosotros), eran las 2:30 p.m. Nadie
dejaba de tiritar de frío y algunos de miedo, pero al fin pudimos cruzar sanos
y salvos. La siguiente no trajo problemas… a nosotros.
Y agarrando de nuevo curso a la historia de la que
estoy tratando —Caminata a la Primera Cascada del Río Shilcayo—,
les menciono (y no sé si ya lo dije) que en la excursión del 13 de
Septiembre del año anterior la corriente de agua que nos acompañaba
siguió de mansa como siempre. La llovizna se mantenía estable.
Sin decir palabra o intentar algo, Cayo y Micky cruzaron el río delante de mí,
pero aún de esta forma iba a la defensiva con los brazos alzados. Para alivio,
ellos ni siquiera voltearon. Sabía muy bien que nuestra meta se encontraba muy
próxima, y antes de poder llegar, o mejor dicho poder pasar, debíamos
de tasar una cuota para atravesar el límite del bosque desde donde los
guardaparques protegían con más recelo a la Cordillera Escalera. Este
puesto o garita de control, en el cual los “cuidadores de la selva” se hacían
turnos en vigilar, es un tambo con paredes de madera y techo de hojas de
cocoteros secas. Hasta la fecha, desconozco si el recinto habrá cambiado de
aspecto o si subió el monto a pagar en colaboración a los señores guardianes y
al presupuesto por el velar del medio ambiente.
El siguiente tramo fue casi recto, semi-nivelado y corto. Hubo uno o
dos charcos que se los salvó con simples brincos. En el otro vado (que
pasaba a la derecha) los tres seguimos deprisa —sin salpicarnos de agua—,
platicando sobre un acuciante tema: la urgente reforestación de varias zonas
de la selva de San Martín. La conversación se prolongó hasta que el sendero
se hizo rocoso y abrupto, y estaba más cercano a la orilla del Shilcayo.
En ese momento me dispuse a algo que hace ratos nos reservamos a realizar y
había sido crucial en nuestra salida a la naturaleza desde que nos embarcamos
al motocarro unas horas atrás. La primera escena fílmica desde el anuncio
de la llovizna, dio inicio cuando presioné el botón de grabación de la cámara,
enfocando a Micky con el brazo arriba y a mi primo cerciorándose si la sucia de
las suelas de sus zapatillas eran el excremento de algún cuadrúpedo. Resultó
ser un fango de tonalidad verdosa y consistencia grumosa que no recordó dónde
haberlo pisado y que temía que fuera heces de caballo. Luego de comprobar, Cayo
avanzó en pos de Micky, mientras yo les seguía filmando, dando lacónicos
pasos para no caerme en las piedras, en las que corría el riesgo de romper el
artefacto digital. Les filmé por unos breves segundos más, hasta que apagué el
cacharro y lo guardé, para posteriormente limpiar las lunas de mis anteojos en
la manga de mi polo, ya que las gotitas se habían ido acumulando. Cuando
llegamos al paso siguiente de orillas, el Shilcayo, debido a lo hundido del
cauce, era más profundo pero menos fuerte. Un tronco caído y unas piedras
levantadas (no sé si artificialmente) nos facilitaron el cruce del río
cuyo nombre se les hará quedado grabado. Sutiles corrientes de aire
ventilaron nuestro andar y, haciendo que nos refresquemos por un momento, de
paso renovó las energías corporales. Croando en la punta de las ramas de un
costado del tronco-puente, unas ranitas del mismo tamaño y color que
las aceitunas de la variedad picual formaban una medialuna orientada al río.
Apenas nos acercamos, los minúsculos batracios se tiraron al agua como si
escaparan del más feroz depredador, y desapareciendo en el fondo debajo de las
piedrecitas o de algún fragmento de materia orgánica que llevaba el Shilcayo,
como hojas, cortezas u otros desperdicios. Incluso vi plumas moteadas que
flotaban ese rato.
Continúa...
Continúa...
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