La
calle de entrada al pueblo se va directo a la plaza central, hacia el noroeste
del camino al morro. Por lo tanto, no era recomendable que tomara esa
ruta, de modo que me desvié a la derecha a tres cuadras de la plaza,
por un jirón repleto de pasto, y arbustos a los lados. Sabía que había
un sendero el cual te llevaba al morro, pero, como la vez pasada el
mototaxista me dejó muy cerca de éste por otro ingreso al pueblo, me temía no
encontrarlo rápido por la nueva ruta e irme a desembocar en una arteria rural
sin salida. Debía ser prudente antes de elegir por donde avanzar, pues
acuérdense que tenía que acabar el senderismo en tiempo récord. Primero le
pregunté por dónde continuar a una señora que transportaba una bandeja con
paltas en la cabeza, y luego, para cerciorarme de que iba bien, le dije a una
niña que me confirmara si el camino que seguía era el correcto. Ella asintió.
Sin embargo, en un soplo vi que fue innecesaria aquella confirmación. En
frente de mí, un letrero de señalización de trekking indicaba el sendero al
verdeazulado morro de Calzada. Ya había observado estos rótulos cuando
entré por la otra calle a bordo del motocarro; la cuestión era que la
combi paró al principio de un camino que carecía de señales reglamentadas para
las “caminatas turísticas”.
Como cambié de rumbo, en poco me topé con uno
de los indicadores. En ese momento, me apuré en prender la cámara y fotografié
al morro (pinchar la imagen de abajo para ampliar). El cielo se fue
llenando de más nubes delgadas, pero el sol seguía igual de cálido y brillante.
Después filmé mi entorno, centrándome más en mi destino turístico y
algo en mi rostro (un cuadro de espanto). Doy mi palabra que al final
de esta historia pondré un vídeo resumen (con sólo tomas de la naturaleza) en
el que podrán apreciar una “porción” de la selva amazónica. No será muy
extenso, pero creo que el contenido es lo que más cuenta.
A continuación, hice algo que iba en contra de lo
establecido: virarme a un ramal diagonal de la diestra. Me
arriesgué a probar suerte. Tal vez sería un atajo y simplificaría mi tiempo, o
al contrario, también podría ser una trocha que terminaba en la entrada a una
chacra y retrasaría mi marcha. “Ojalá este caminillo se vuelva a cruzar con
el sendero principal al morro, sino…”, hablé entre dientes. La
temperatura no superaba los 32 grados Celsius. Ni un alma andaba por donde
seguía. Sólo el ruido de grillos y el batir del viento en los pastizales de
los costados era lo único que escuché en esos minutos. Cada vez que me
adentraba, el sendero se hacía más espeso y los mosquitos más molestos y
abundantes. “¡Qué burrada he cometido!”, me dije. “Y ahora dónde mier…
acabaré”. Pese a que la vegetación continuaba tupiéndose y los insectos
aumentando, no di media vuelta y avancé sin mirar atrás. Una o dos
veces pisé accidentalmente excremento de equino, y hasta en uno de esos
instantes, sentí caer un líquido caliente sobre mi cabeza (orina de pájaro).
Justo cuando quise proferir una grosería a causa de mi inestabilidad y los
consecutivos encuentros con las deposiciones animales, oí un cacareo al frente
entre la maleza. “Donde hay aves de corral, hay gente quien los cría. Y esa
gente, podría decirme qué rumbo tomar”, musité. Empero, lo que vi más adelante,
fue solo a la gallina, una criolla, y en lo absoluto a un poblador de Calzada.
“¡Put… mad…!”, solté mientras no paraba de caminar.
Pero tras brincar dos canalillos de agua, por primera vez desde que
penetré por el ramal, tuve tranquilidad; pues, de improviso, apareció el camino
principal a mi destino amazónico. Afirmé el puño de alegría y saboreé un
trago de bebida rehidratante, de una de las botellas puestas en los
bolsillos laterales de malla de mi mochila… La práctica de senderismo
seguiría su curso normal.
Al toque descubrí otro letrero con la figura
negra de un hombre en medio de una representativa caminata de aventura: un
dibujo simple como sabrán muchos amantes del ecoturismo y
la naturaleza. Ahora sí el gran morro estaba muy cerca, y
ante mis ojos, un tanto a mi izquierda (clic en la foto superior para
agrandar). Se veía más verde y alto. Vislumbré en la cima que las nubes se
corrían y que el sol iluminaba más la copa de los árboles. Por supuesto
que el viento soplaba con fuerza allá arriba e iba despejando y/o evaporando
toda condensación de agua. Eso, en definitiva, era bueno. Mientras
caminaba, el sendero fue doblándose ligeramente hacia el norte y cada
vez más el morro quedaba directo al quien escribe. A cada cien o
doscientos pasos, me detenía para sacarle unas fotos a la elevación de tierra.
Por el lado del camino opuesto al morro, crecían medianos árboles, plantas de
regular tamaño y algunas enredaderas que impedían ver a mayor distancia. En
cambio, por el que se tenía la vista al “monte”, primero había sembríos jóvenes
de maíz, luego pasto corto y arbustos desperdigados o alejados (pinche
la imagen inferior y vela en High Resolution), y cuando ya me encontraba
próximo a la falda, la vegetación crecía más junta y frondosa. Y, a 200
metros, más o menos, de la mitad del camino distinguí una pequeña laguna.
Tanto a la diestra como a la siniestra, continuos cercos de alambre amarrado en
troncos y ramas circulaban los fundos de extremo a extremo. En el suelo
del sendero no casi hubo humedad y sólo me crucé con tres seres humanos en
aquellos tramos de semi-ascenso: un viejo arreando a su caballo (al cual
saludé) y una mujer de campo con su criatura detrás, ambos cargando frutas en
sus respectivos sacos (y a los que también fui gentil saludándoles). El
muchachillo, apenas abrió la boca. “Buenas”, llegué a oírlo… Después de pasar a
la madre y a su hijo, el astro rey bajó su fuerza; esto se debía a que
las masas gaseosas que no se disiparon, ascendieron más a lo alto y velaron la
luz de la “esfera candente” de nuestro sistema planetario. Ya se estarán
dando cuenta que las variaciones atmosféricas en la región Selva del
Perú, como en otros lugares de la Amazonía, a veces suelen
ser impredecibles.
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