A
medida que salvaba distancia a la falda del morro de Calzada, el sendero se
hacía más cuesta y la hierba —aunque no mucha— invadía por doquier. Hasta ese rato, había
sudado buen número de gotas. Tenía sed, obviamente. Pero el punto es que llevé
solamente de 1 a 1.5 litros de líquido entre las dos botellas. No transporté
agua. Estúpidamente pensé que con las bebidas re-hidratantes bastaría para
aplacar el calor y el cansancio. Y, ante esto, tengan presente que mi
promedio diario en ingerir agua es de 3 litros. Creí que por haber
llevado “líquido vitaminado” me ayudaría a acabar más rápido
con mi ansia de tomar y saciarme. Ya sentía tenues indicios de fatiga,
y ni siquiera empecé a subir a la cima del morro. Debía de economizar la escasa
provisión, pues ignoraba cuán inclinado y agreste sería el ascenso. “¡Por
qué demon… no compré agua mineral en el pueblo de Calzada!”,
me recriminé. Nadie es perfecto. A veces, lo que planeas es insuficiente. En
casa, programé que me abastecería de agua al regreso de la cumbre o al concluir
mi actividad física de senderismo, pero en ese momento pensé que
hubiese sido mejor analizar a fondo el factor “adicción al agua”.
Para que comprendan bien esto, les invito a leer el post Caminata
a la Primera Cascada del Río Shilcayo- Parte V.
A
cierta distancia de una inscripción, que no podía leer aún, frené mi andar
para fotografiar algo que quería desde hace meses: una
parte de un risco vertical en medio morro. Si quieren observar a
esta toma en mejor resolución, denle un clic a la imagen de arriba… Les
explico de qué se trata: Si se fijaran, en el centro de la fotografía,
difusamente se ve la forma de una cara con ojos, nariz y boca; muchos dicen,
que antaño, era la fiel copia del rostro de Jesucristo, y que en la actualidad,
debido a las múltiples erosiones ocasionadas por los efectos del sol, la lluvia
y los constantes sismos, se desfiguró casi por completo. “Este es uno de
los momentos en lo que más deseo haber nacido unas décadas antes”, pensé
en voz alta… Y les pregunto a ustedes que se pusieron a leer la (o las)
aventura(s) narradas en mi blog: ¿Se parece o no al semblante del Mesías esta
peña del soberbio morro de Calzada?... Yo, sí le encuentro
“alguito” de parecido. Cada uno es libre de opinar. Y si lo hacen en los
comentarios, por favor conservar la mesura.
Llegado
al inicio de la falda del redondeado monte, el letrero que mencioné se hallaba
a la izquierda del sendero.
Apunté en mi cuaderno de bitácoras lo escrito en este. Con caracteres borrosos,
consecuencia de los fenómenos naturales, decía lo siguiente:
Área Reservada del Morro de
Calzada
Resolución Directoral Nº
0155-87-AG
Altitud: 850 m.s.n –
Plaza de Armas
1400 metros – Cima del Morro
Área: 762.00 ha.
A
la derecha de la senda había una zona enrejada y un camino más angosto que se
unía al donde yo estaba.
Detrás del cerco metálico, cerrado con candado en una puerta, había un cubículo
que posiblemente descendía a un sótano o almacén. A espaldas del mismo y sobre
un suelo alisado, un tanque de cemento con una gran tapa, también de cemento,
ocupaba buen espacio del fondo. Suponía que allí tenían al agua bombeada de
los riachuelos y los canales del perímetro del morro para
repartirla a quien sabe dónde. Ojalá hubiera estado abierto este lugar para
entrar a beber agua de una de las esquinas del tanque que estaba un tanto
libre. Pero no fue así. Y además, alambres con púas obstaculizaban un cruce por
encima de la reja. De manera que, tratando de contentarme con dos
sorbitos de Gatorade, seguí en mi desplazar ecoturístico,
adentrándome en la naturaleza del morro.
Un
denso bosque me rodeaba ahora. Los rayos solares eran sosegados por los
montones de hojas sobre mi cabeza, pero la temperatura no varió mucho. El canto
de las aves fue el sonido predominante en esos instantes. No tardé en encontrar
con la vista coloridas bromelias que crecían en varios troncos de árboles y en
algunas ramas suspendidas. Mi marcha se hacía más esforzada mientras el sendero
se proyectaba hacia arriba y mi torso y dorso se calentaban por el
ambiente.
“Esto se va a poner emocionante”, dije secándome con la mano el sudor
facial.
Después
la vía semi-natural —ya que aquí intervino tanto la mano del
hombre como el propio medio ambiente—, torcía casi 90 grados hacia la
izquierda, convirtiéndose en un camino más ancho y lleno de unos pequeños
frutos rojos parecidos al cerezo que se habían desprendido de sus ramas. La
tierra era más suave y, consiguientemente, un alivio para los pies. Por los
lados, la arena húmeda y algunas piedras similares a las que hay en los ríos,
daban a este sector de la falda del morro un aspecto a recreo turístico en las
orillas de una corriente de agua. Quizás en el pasado, hace muchos años
atrás, un río bajaba desde una determinada altura de este “monte amazónico” y
regaba los campos a través de los cuales subí.
Más
arriba el amplio sendero se redujo un poco en anchura y dobló a la
derecha. Volví a toparme con un letrero informativo de
senderismo, increíblemente muy conservado. En su superficie, creo que de
acrílico, pintaron una diversidad de íconos, unas especies de símbolos
de las actividades a realizar por esta zona apta para vivir una aventura.
Pasé de largo el cartel y me encontré con un tambo abandonado. A un
comienzo creí que un guardabosque saldría a cobrarme
el ingreso al morro, pero el lugar estaba desierto así como sus
alrededores. A partir de ahí, la ruta se empinó muchísimo y tuve
que a la vez arrastrarme para ascender. Por un rato no hubo más árboles y el
sol me mataba de calor. Antes de alcanzar la sombra vegetativa, trocé una
varilla del suelo y le hice las veces de bastón de trekking. De esta forma
la fuerza de mi brazo ayudaría a que mis piernas resistieran la subida a la
cumbre del morro. El tramo que recorrí hasta llegar a la “protección solar” me
agitó y me dio más sed. Me aguanté a beber.
Para
llegar a la cima de mi destino turístico, debía cambiar de dirección tres o
cuatro veces. El primer nivel era el más largo de recorrer pero el menos
cansado. Cada
metro que avanzaba, la ruta se hacía de mayor dificultad y bastante
agotadora. La sed me conquistó sobremanera, a pesar de que el sol fue
oculto por miles de nubes que aparecieron de la nada. Tomé mi bebida en
mitad del morro hasta dejar casi seca a una de las botellas. Luego filmé el
ahora estrecho camino, mi perfil y la floresta de mi entorno. “Ruego que no
llueva. Si la visibilidad disminuye, no podré grabar ni fotografiar bien el
paisaje”, farfullé. Cuando mi práctica de senderismo se puso realmente
fatigosa, paré cada diez minutos a aspirar con fuerza oxígeno de la naturaleza
y tragar un sorbito de re-hidratante de la otra botella. “Tengo que
racionar mejor desde hoy”, me dije. El viento sopló a mayores nudos y
la vegetación se vio batida hasta inclinarse regular. Pero un tramo más cerca a
la cima, calmó de pronto. Y, “misteriosamente”, el cielo dejó de nublarse más.
“¡Qué loco sigue siendo el clima en la Amazonía!”, exclamé.
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