A tres cuartos de
alcanzar la cúspide del majestuoso morro de Calzada, el
sendero se tornó exageradamente rocoso y desnivelado. La temperatura
era 28 grados Celsius aproximadamente. Raras veces escuché el
canto o el aleteo de los pájaros. El terreno con escasos árboles y
arbustos no era un lugar apropiado para que los plumíferos construyeran sus
nidos o refugios. Muerto de sed, siguiendo mi ascenso con la lengua
afuera, no demoré en llegar a una escabrosa área en la que crecían sólo hierbas
y plantas medianas. De colmo, el sol brilló un poco de nuevo. “Qué
clima tan jodid…”, dije enojado y tirando abajo la varilla que
cogí a un principio. Tras otra serie de palabrotas, me propuse a beber
mi último trago de líquido antes de arribar a mi objetivo del día, puesto
que a las justas me sobraban algo de 100 mililitros. “Los comerciales de
bebidas sí que son fantasiosos, ¿eh?... O, ¿es que no debería haber subido tan
rápido?”, pensé… La verdad es que puede que haya ascendido muy rápido,
porque según leí en programas de turismo, el tiempo
normal que los aventureros emplean en ir de la carretera a la cumbre del
morro es de 2 horas a más. Recién había transcurrido hora y media desde que
salí de la combi, y ya estaba por llegar a la punta. ¿Ustedes qué opinan?
De repente oí unas voces procedentes de arriba.
Parecían la de unos niños jugando y riéndose, y entre ellas, más lejana, pude
distinguir el llamado de un adulto. No me imaginé que se
trataba de un padre de familia gritando a sus hijos, ya que percibí los
alborotos de varios chiquillos, una docena tal vez. Ya no estamos en la
“época de la carreta” como para que alguien se dé el lujo de mantener a una tropa
de muchachillos. Poco a poco, mientras restaba distancia a la “corona”
del morro, las articulaciones se fueron volviendo entendibles, pero no las
presté demasiada atención, dado que mi práctica de senderismo había implicado
peligro de caerme durante ese último tramo sino caminaba con cuidado. El
ritmo de mi respiración se aceleró más, así como el de los latidos de mi
corazón. Bañado de sudor y como si sufriera ataques de asma, troté los metros
sobrantes a mi meta eco-turística.
Al fin, falto de
aire y con las lunas de mis anteojos nubladas por la transpiración, llegué a la
cima del morro de Calzada. A mi izquierda, a 15 o 20 metros, un
grupo de chicos de poco más de diez años observaba el panorama desde un mirador
natural exuberante en pasto en el canto, por lo que tenían que
encaramarse a una piedra y apreciar desde ahí. Ellos aún no me veían. Y, en
tanto seguí de frente, escuché la voz de la persona mayor por algún sitio cerca
a los niños. Me limpié las gafas con el polo y giré la cabeza para
encontrar con la vista al sujeto. Le ubiqué sentado en una roca, y desde su
posición no paraba de advertirle a los púberes que mantuvieran el equilibrio y
dejaran de hacerse bromas encima del pequeño risco. Sin manifestarme a dicha
gente, continué caminando. Ya luego me presentaría ante todos. En esos
momentos, sólo deseaba fotografiar el paisaje desde otro borde del morro, por
donde no me estorbaran o me taparan la vista. Los rayos solares
fueron amortiguados de nuevo por las nubes que se movían a velocidad
indefinida en el cielo. El viento corría por ratos fuertes y por ratos
suave. Sentí frescor a esta altitud.
No di ni medio ciento de
pasos cuando a mi derecha hubo un viejo tambo para protegerse de las
inclemencias del tiempo. Los palpitares se hicieron más lentos y seguí
avanzando. El terreno se elevó unos cuantos metros y después se inclinó hacia
abajo. Llegué al lado opuesto de la vista al pueblo de Calzada, y ahora
la ciudad de Moyobamba apareció en lontananza. Encendí la cámara para
filmarla y fotografiarla… Antes de concluir con mi relato y colocar el
vídeo, aviso al lector y visitante que quiera ver las imágenes en alta
resolución, haga clic sobre éstas, salvo en las que estoy y la demás gente.
Luego de inmortalizar el horizonte, me recosté en la hierba a descansar, no sin antes haber bebido. Cerca de mí había erigida, sobre un bloque de cemento fijado en la tierra, una cruz gris pintarrajeada de 2.5 a 3 metros de altura. Y a unos minutos, mientras me anudaba las agujetas, se aproximaron por detrás el adulto y los niños. Nos saludamos y conversamos. Durante la plática me enteré que el señor (no mucho que digamos) se llamaba Adrián Silva y era el maestro de los jovencillos. Habían salido de día de campo, eligiendo como parte de su aventura la exploración ecoturística del morro de Calzada, y, como comprobé en el ascenso, les resultó también una excelente opción para realizar ejercicio físico en contacto directo con la naturaleza. No obstante, ellos vinieron de otro sitio, por un sendero al costado nuestro, y de un pueblecito al noreste de Calzada, Yantaló.
Acto seguido, el
profesor y yo dimos vueltas por los alrededores de la cima del morro, en tanto
me contaba lo que conocía de estos lares. Sus alumnos hacían lo suyo
apartados de nosotros. El maestro Silva me recomendó fotografiar y
filmar a los pueblos de Yantaló y Yuracyacu, y a la selva que se extendía más
allá de las faldas del morro. A continuación, le propuse que me sacara unas
fotos por los bordes de mi destino amazónico. Le recompensé con lo mismo.
Incluso le disparé el flash junto con unos cuantos de sus estudiantes. Al
final, tras seguir sacando imágenes a más de 500 metros de altura, me volvió a
fotografiar, pero también acompañado de éstos, un trío de sus alumnos… “Le
enviaré todo a su e-mail, profe”, dije cuando me despedí de él.
La bajada del morro fue extenuante, pues ya no
conté con bebida y el sol quemó más. Me tuve que
resignar a probar agua recién en el pueblo. Allí me mudé de ropa en
una calle desierta y compré provisiones en una bodega. Eran entre las
1:30 y 2:00 de la tarde cuando abordé un auto a Moyobamba; las 2:30 cuando la
combi partió de la Ciudad de las Orquídeas, y en Tarapoto, estuve de nuevo
antes de las cinco… Y aquí culmina esta historia de senderismo.
Amigos(as), ahora
pueden visualizar el vídeo que edité para ustedes. Espero que les guste y
me den sus apreciaciones, dudas o críticas. Nos vemos.
FIN
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