Y
después de tres caídas de agua y un morro en
los segmentos de turismo de aventura, ahora les contaré sobre
una visita que hice a un lugar en el que muchos podrán darse una
refrescada, además de realizar una especie de terapia para curarse de
ciertos males y enfermedades. En los dos post que les presento (o
presentaré), que encierran el relato de la aludida salida turística,
también seré corto en palabras como en la narración de las
visitas a las dos últimas cascadas, que pueden leerlas en mi blog. Ya se imaginarán (los
que no dejan de seguirme) que la prisa es la que me mueve a hacer esto
en el correr de estas fechas. El término clave: “festival de la
orquídea”... Ante todo, y previo a empezar, tengan en cuenta que
también encontrarán imágenes para descargar al final de cada post y un
vídeo de mi propiedad al acabar la historia, que por primera vez subí
a Vimeo.
El 11
de Septiembre del año en curso, un día que anunciaba lluvia y
con una temperatura en lo absoluto cálida, estuve en la ciudad
de Moyobamba y no en Tarapoto,
mi tierra natal. Durante las últimas semanas el clima estaba
lluvioso y raras veces brillaba el sol. Ese viernes cercano a la estación
primaveral (iniciada el 23 de Septiembre), los
cerros y alrededores amanecieron llenos de neblina y el cielo permanecía
totalmente nublado. Cuando me retiré del hostal Atlanta (en
el corazón de Moyobamba) a las 7:36 a.m., los 19
o 20 grados Celsius que sentí fueron un alivio para mí. ¿No les dije
que prefiero el frío o la frescura en vez del calor…? A pesar que nací en
un pueblo cálido de la Amazonía, no soporto los bochornos.
Y por ese motivo, rogué porque la mañana se mantuviera en tales
condiciones; pero, la única cosa que me temía, era que lloviera
fuerte y frustrara todo mis planes que tenía para la fotografía. Decía:
“Que máximo sólo caiga garúa hasta luego de haber terminado de filmar y tomar
fotos a mi destino turístico, y más tarde me tiene sin cuidado si llueve torrencial
o no”.
Mientras
caminaba por las tranquilas calles moyobambinas, con todo lo
indispensable encima, aún no sabía dónde precisamente quedaban los
baños sulfurosos de Oromina. Disponía de una referencia, sí. Estuve seguro
que debía de salir de la ciudad por la “puerta de entrada”: el
comienzo de una calle que partía de la carretera
Fernando Belaúnde Terry. Cuando pasé por la plaza de Armas, decidí al
fin preguntar qué ruta seguir para llegar a los baños con agua azufrada.
Un viejo jardinero que hacía su trabajo con un pequeño rastrillo, fue el quién
me indicó el rumbo que tendría obligatoriamente en mi caminata.
Se lo agradecí y avancé.
En
25 minutos, poco más o menos, logré llegar a la carretera. Había algo de vapor
de agua en el ambiente que solía empañar las lunas de mis anteojos si
caminaba y respiraba acelerado. Para tener más referencias sobre
la ruta, pregunté a tres personas aparte: primero a una señora a cargo de
un restaurante, segundo a un motocarrista que hallé con su vehículo estacionado
a un lado del asfalto, y después a un profesor que andaba con sus alumnos. De
modo que con todas las indicaciones metidas en la cabeza, me dirigí al
sitio que se localiza en las propias faldas del cerro Oromina… Tuve
que andar en torno a dos kilómetros hacia el Norte para entrar por un camino
sin pavimentar a la izquierda de la Belaúnde, el mismo que pasaba por medio del
pueblo de Indañe. Sólo había como un ciento de casuchas y un
molino por estos lares. Aparte de unos cuantos pobladores, vi una
piara de chanchos o puercos embarrados y un grupo de gallinas picoteando el
suelo. Cuando acabé de cruzar el villorrio, la temperatura
se hizo todavía más fresca, de unos 15 o 16 grados, y casi no
bebía agua de la botella que llevé. Fotografié y filmé el camino. La
tierra y el aire contenían bastante humedad. Transitaba poca
gente y más escuché el sonido de los grillos y cigarras que el canto de los
pájaros. El croar de algunos batracios se fue haciendo más fuerte a medida que
seguía. Brinqué charcos y capturé con la cámara a uno que otro
campesino. Debía de ir sin desviarme del sendero, así como me recomendaron.
A los lados, solamente crecía pasto y arbustos; los
cultivos se veían más alejados y las casas o chozas, también. Tras haber
recorrido un par de kilómetros desde que doblé de la
carretera, me quité el polo y lo amarré en la correa de mi mochila. Quise
“absorber” al máximo la frescura de la naturaleza de esta latitud del Perú.
Luego
de ascender una cuesta y avanzar unos metros por un terreno horizontal,
con rústicas moradas a ambos costados, me detuve unos
momentos a las 9:16 a.m. para fotografiar, pues, había llegado al camino de
ingreso a los baños sulfurosos de Oromina y al cerro del mismo nombre. Se
ubica a la siniestra y tiene una puerta de palos cruzados, que por lo
común para abierta. En seguida, entré y marché aproximadamente cien
metros hasta llegar al inicio de mi destino “semi-natural”, ya que aquí
había intervenido tanto la mano del hombre como la propia naturaleza. Allí,
sobre dos palos, vi clavado un letrero con fondo turquesa y letras
rojas, y con una ortografía como para que los padres de la lengua española se
cortaran las venas. Véanla ustedes en la imagen superior.
“¡Por
fin aquí!”, alcé la voz, y comencé a hacer lo mío con el cacharro
digital, propiedad del amigo de mi padre, el mismo que usé en mis
andares por Lamas dos semanas atrás. La luz del ambiente
no me ayudaba, pero apliqué mi ingenio para que el producto final salga
aceptable. Algunas muestras de ello lo podrán descargar ahora… Y para
describir a estas fuentes de agua de la selva peruana, sería bueno
que lean con atención, y lo pueden hacer a continuación, o mejor
dicho, en el siguiente post o Parte II de esta visita turística, a
la que realizarla caminando bajo los efectos del inestable clima, se
convertirá en una pequeña aventura… digan lo que digan.
Descarguen fotos en alta resolución de la visita turística a los baños sulfurosos de Oromina, AQUÍ.
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