La calle de entrada y sin asfalto a la punta
de Tahuishco y a sus instalaciones, en las cuales se hacía la
exhibición de las orquídeas, se encontraba libre de vehículos
estacionados, salvo por una pequeña moto parada cerca a la vereda. Algunas
personas, los mismos vecinos del lugar, hacían la limpieza pública,
metiendo en costales la basura, barriendo las aceras, u ordenando
diferentes cosas, como tablones, toldos y carpas. No habrán sido muchos
voluntarios desempeñando estas labores, pero entre todos formaban un buen
equipo, con el objetivo de dejar presentable dicha cuadra de
entrada al Festival de la Orquídea en su catorceava edición. Aún no veía
que alguien con apariencia de visitante o turista se hallara por
las inmediaciones. Otra vez había llegado antes de hora a un sitio.
¿Por qué siempre —o la mayoría de las veces— que me apuro por no hacerme tarde
a una reunión, cita o evento, estoy allí más temprano de lo que pensé? Tengo
esa “suerte” de ser el Amo de la Espera. Desde media cuadra ya podía
ver que el local tenía el portón cerrado y sólo un cuidador o guachimán permanecía
de pie dando la espalda a la entrada. En ese momento, también me di
cuenta de que a mi izquierda los moyobambinos acondicionaron un museo de
antigüedades, que además era parte del cronograma de actividades visitarlo. Todavía
no lo abrían al público y me dije que ingresaría luego. Jamás lo hice.
Frente a la fachada del recinto que
albergaba las orquídeas, armaron un escenario de madera y cubierto
con telas blancas y azulinas, para la presentación de números artísticos
durante las noches. Vi a unas cuantas personas con rasgos
regionales por los alrededores. No conversé con ninguna de ellas;
solamente con el guardián. “Puede darse una vuelta por el mirador antes de
que sea hora de abrir, señor”, me planteó el tipo. “Eso tenía en mente,
gracias”, le dije. Y prendiendo de nuevo la cámara, accedí al consejo
del cuidador y a mi propia voluntad. El calor fue subiendo
mientras caminaba por la calzada de la punta de Tahuishco, fotografiando a mi
antojo las zonas donde la gente estaba ausente. No quise gastar mucho
la energía de la batería, así que me privé de realizar filmaciones.
En tanto me alejaba del escenario, observé tiendas de comida en media
calle, que a esas horas no había atención. Por lo visto, en el almuerzo y
la cena vendían anticuchos, juanes, tacacho con cecina,
pollo frito, cebiche, entre otros exquisitos platos de la región amazónica del
Perú. Me imaginé que, como decía en el “calendario de trabajo”,
también ofrecían bebidas típicas, siendo las más populares los afrodisiacos.
Ustedes, queridos lectores y visitantes de mi blog, entérense que
en cualquier momento publicaré sobre la gastronomía que se disfruta en
el departamento sanmartinense y en otras regiones de mi país y el mundo.
Aparte, en mi tierra son comunes los festivales de comida, que por
cierto suelen llenarse de turistas o viajeros nacionales e internacionales.
Eso sí, a ellos les advierto una cosa: Deben de tener un buen estómago
y cabeza a la vez para ingerir lo sabroso de esta selva.
Cuando había pasado a través de los toldos,
las sillas y mesas vacías, llegué a un parque de estacionamiento
de autos, camionetas y camiones. Éste, sobre dos postes de luz de una
esquina, tenía amarrado otra gigantografía del Festival de la Orquídea,
pero cuadrada y con fondo rojo. Tras sacarle una foto, continué caminando con
el cacharro digital en la mano. A mi derecha me encontré con una
discoteca (cerrada, por supuesto). El centro de diversión había sido
edificado con materiales directos de la propia naturaleza: Sus paredes
con madera prensada y barnizada, parte de su techo con hojas secas de cocotero,
y sus balcones hechos de troncos y ramas. Suponía que por dentro, el estilo
era el mismo que por fuera. Me fijé que una joven encargada de la
limpieza buscaba algunos bártulos, en el interior de un reducido
almacén a un costado y un poco más atrás de la puerta de la discoteca. Me
aproximé y le pregunté si podía subirme al balcón para hacer uso de la
cámara. Secándose el sudor de la frente, me respondió que sí, y que
ella no ponía las reglas. “Puede que no te riñan, si vas a estar afuera; y creo
que el dueño no anda cerca. Te aviso por si lo veo”, terminó indicándome.
“Gracias, amiga”, le dije, y ascendí por unas escaleras exteriores que
llevaban a una clase de mirador ecológico a la siniestra de la disco. Capturé
desde distintos ángulos imágenes de los fundos y el bosque del Altomayo, y a
una de éstas la pueden apreciar debajo de este párrafo. Si la
desean tener en 1024 X 768, solicítenmela por un comentario o mail,
y se los enviaré a su bandeja. Al final de mi narración del
Festival de la Orquídea 2009, colocaré links de descarga de
varias fotos (en alta resolución) que tomé durante esos días; pero quizás,
habrá algunas que no colgaré y que ustedes ansían poseerlas
con la nitidez característica. No se preocupen. Yo se las mandaré a su
correo… siempre y cuando esté a mis posibilidades o disposición.
Regresé
a la vereda sin ser pillado. La chica de la limpieza recogía
unas envolturas en esos instantes. Le topé del hombro y me despedí de
ella, agradeciéndola. Su mirada me dijo que no era mi tipo, de modo que de
mi boca solo salió un “chao” y un “gracias”. Al ir volviendo hacia el
local preparado para la exposición floral, noté que seguía sin haber harta
gente, y que ya habían abierto la puerta, o más bien dicho, el par de puertas…
pero aún nadie entraba. El guachimán dialogaba con una
señora de fisonomía y corrido acento costeño. “Tal vez restan pocos minutos
para que se replete este lugar”, pensé. “Por mientras, seguiré con mi oficio
de fotógrafo, y obtendré unas imágenes de la pileta y el puente de
la punta. Allá voy”.
0 huellas:
Publicar un comentario
Deja tu huella y sabré que alguien pasó por aquí...
No se publicarán comentarios fuera de la temática del blog, ni mensajes que sólo tengan como interés hacer publicidad, o que contengan agresiones o insultos de cualquier tipo.
Además, no es necesario que escribas el mismo comentario; éste será aceptado o rechazado una vez sea revisado: