Gracias a Dios y al poquito de dinero que me
sobraba, pude estar presente en este festivo y abarrotado
acontecimiento llevado a cabo en la ciudad de Moyobamba,
llamada con justa razón “Ciudad de las Orquídeas”. Por catorceava
vez una de las puntas turísticas (miradores) de
la acogedora tierra del Altomayo,
capital del departamento
de San Martín, adornó su local con una riquísima variedad de
las flores más bellas del planeta, las orquídeas, a motivos de celebrar
el XIV
Festival de la Orquídea 2009, valga la redundancia. Todo (o la mayoría)
del recinto estaba atestado de plantas exóticas que volverían loco de
emoción a cualquier botánico, criador de especies florales, o amante de la
naturaleza (dicho sea mi caso). Las fechas programadas para este
grandioso y colorido evento fueron del 5 al 8 de Noviembre, sin
embargo, yo recién tuve tiempo de asistir a mitad de esos días. En este y
en los siguientes posts —adelantándoles que no serán pocos—, les
contaré de manera pormenorizada cada cosa vivida o de la que he sido testigo en
el Festival de la Orquídea 2009 (dentro de los ambientes circulados o
bajo sombra, sobre todo). Las actividades culturales del cronograma (como
danzas o pintura) que se dieron al aire libre, van a ser narradas en futuros
segmentos de mi blog.
Incluso, acabado esos, publicaré otros, que no tienen nada que ver con la exposición
floral en cuestión y que sucedieron de pura espontaneidad en el
mismo Moyobamba, el penúltimo de esos días. (Nota: Es posible que
haya posts relacionados a las fiestas navideñas o de fin de año, paralelos a
estos)… Ahora sí, doy inicio a todo:
El 7 de Noviembre de este año,
sábado, me desperté temprano, qué digo sólo temprano, ¡muy temprano!: abrí
mis exánimes ojos a las 2:50 a.m. Así como leen, a 10 para las 3. Para
que sepan de lo débil que estuve (solamente a un comienzo), les descubro que me
acosté casi a medianoche y que había practicado bastante deporte durante la
tarde pasada. Y se preguntarán por qué rayos desperté a esa hora. La respuesta
es tan simple como la pregunta: Ésa fue la hora programada. Mi
primo Cayo (“protagonista” de la primera
aventura
relatada en Me Escapé de Casa) y mi tío Julio acordamos encontrarnos en
la terminal
de combis a las 4 de la madrugada. Ellos llevaban un curso
de capacitación profesional cada quince días en Moyobamba, el cual se daba
empiezo minutos antes de las 8:00 a.m., y por lo tanto, si salían
más tarde, no llegarían a tiempo. En cuanto a mí, el local donde se
desarrollaba el Festival de la Orquídea abriría sus puertas a las 8:30 a.m.,
y como no había acudido desde la inauguración, ya no quería perderme nada
más. De forma que, rápidamente, me ocupé de dejar todo en orden antes de irme;
y a un cuarto para las 4, más o menos, salí de casa con el equipaje en
la espalda que tenía preparado desde el día anterior. Cuando llegué a
la terminal, el conductor de la unidad móvil que hacía ruta Tarapoto-Moyobamba-Tarapoto,
aún dormitaba en su asiento, esperando que vinieran más pasajeros. Y, como
ni Cayo ni mi tío aparecían todavía, fui a casa del primero (una cuadra más
abajo) para despertarlo. Él mismo abrió su puerta y me
tranquilizó diciendo que la combi saldría cerca de las cinco, pues se tendría
que llenar de gente. A esas alturas ya no tenía pereza, pero sí mucho
calor, como todos los que vivían o estaban de paso por Tarapoto.
El calentamiento global era el causante de las elevadas temperaturas,
incluso cuando el sol no brillaba. Hace más de un mes que no llovía y
los pobladores pedíamos a gritos por lo menos una garúa…
A
las 4:30 a.m. hicimos nuestra aparición en el paradero. La
enamorada de mi primo también viajaría con nosotros. Mi tío Julio se
subió al vehículo diez minutos antes de que partiera, a las 4:33 a.m. hora de
(como ya sospecharán algunos) mi celular. El viaje sobre ruedas
demoró dos horas y un cuarto hasta la otra terminal, la que queda en el centro
de Moyobamba, muy cerca a la plaza de Armas. Una vez bajados de la combi,
nos dividimos en parejas: Cayo (o “Checa”) con Ginna (su media
naranja), y mi tío conmigo. Los tórtolos se quitaron a desayunar quién sabe
dónde, en tanto que nosotros fuimos a casa de un amigo de la familia a
bordo de un motocarro. Eliseo, más conocido como “Elisho”, es el
nombre del sujeto que nos brindó techo durante esos días. Él vive con su mujer,
hija y cuñada, en un domicilio frente al Seminario Conciliar de la
ciudad. En una habitación separada para las visitas, dejamos nuestras
pertenencias, o la mitad de éstas tal y como lo hice. No nos quedamos a
comer en el hogar de estas humildes personas, por lo que nos retiramos antes de
que prepararan la mesa. Cuando estuvimos en la intemperie con mi tío, ambos
tomamos caminos distintos, o mejor dicho, diferentes calles: él al sudeste y yo
al noreste. Uno directo al Ministerio de Agricultura y el
otro a la Punta de Tahuishco (sitio en el que se celebraba
el Festival de la Orquídea).
Eran las 7:32 a.m. cuando emprendí
mi caminar por las calles moyobambinas. El clima era menos
cálido que en Tarapoto, pero no por eso insoportable. Aún el sol seguía
algo horizontal, por lo que todavía se podía andar sin sudar mucho y haciendo
ahorro del agua que llevé. Me propuse a satisfacer mi estómago con una
generosa cantidad de refrigerio en algún lugar discreto o poco transitado.
La cuestión es que mi vieja se portó bien metiéndome un taper atiborrado con
arroz, carne, frejoles y plátano asado, y me moría de ganas por devorarlo
sentado en una vereda o sillón público por donde escasearan los peatones. De
pronto se me ocurrió una cosa: Desayunar en una de las puntas o
miradores de Moyobamba, a excepción de la Tahuishco. No esperé más, y
pregunté al primer individuo que cruzó por mi lado, dónde se situaba la punta
más cercana. “La de Fachín”, me dijo, y en seguida explicó que
direcciones tomar. Se lo agradecí y le hice caso. Efectivamente, al
llegar a Fachín la calle estaba casi desierta como lo imaginé, pues era
temprano para que los turistas o visitantes se fueran a conocerla.
Aproveché el momento y comí con el trasero posado en una grada. Terminando
de barrer con el envase, me limpié la boca y las manos con una servilleta, y
seguí mi camino al festival, fotografiando el largo del mirador. Sabía que
la punta de Tahuishco se ubicaba más al este, pero ignoraba
cuánto tardaría en llegar. Vi que ya sería hora de que abrieran el local de
exposición, así que aceleré el pay pregunté a los transeúntes cómo
arribar más rápido a mi destino… Hasta que por fin, después de
recorrer casi dos kilómetros, llegué a la cuadra de ingreso a la punta y al
local de Tahuishco. En la esquina, atada a un par de postes, una
gigantografía daba la bienvenida a todo el mundo. Colgadas en los cables de
luz y algunas soguillas, grandes flores de Catleya rex hechas de
plástico de bolsas adornaban toda la cuadra.
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