Hola a todos:
Desde ahora —en Me Escapé de Casa— comienzo con el
ciclo de NARRACIONES SELECTAS.
Nota: Las historias que publicaré a partir de la
fecha han sido narradas catorce años atrás, poco más o menos, durante mis ratos
libres. Las iré publicando, como es costumbre, por partes. Éstas no han sido en
absoluto modificadas, las postearé tal y como las relaté durante esa etapa de
mi vida.
Disculpen las fallas que puedan encontrar en la
gramática u ortografía. Comprendan que son mis pininos como escritor.
Mi nombre real es Jorge Eduardo Rodríguez García, pero
como ven, en este blog me autodenomino El Caminante. Para simplificar las
cosas, estaré publicando estas narraciones bajo el nombre de J.E. Rodríguez.
Las fotografías en blanco y negro son referenciales. (De mi propiedad).
Las fotografías en blanco y negro son referenciales. (De mi propiedad).
PREFACIO
Antes de empezar a narrar la primera historia doy a
conocer que los hechos relatados en cada capítulo se sitúan en fechas ambiguas,
sin acercarse en su mayoría al día exacto. Raras veces coinciden con el tiempo
preciso en que en realidad pasó todo. Los capítulos, sin excepción de ninguno,
están cargados de narrativa ficticia basada en la historia real que es
distorsionada, ofreciéndole así un aire mucho más cargado de emoción, suspenso,
acción, drama, misterio, etc.
Otro punto del que el lector debe estar enterado son
los lugares y la periferia del desenvolvimiento de los acaecimientos. Pues, la
zona quizás ni sobrepase los seiscientos kilómetros de radio, ya que además sus
límites pueden ser observados girando la vista por el horizonte. Esta zona lo
conforma en la parte central: la ciudad de Tarapoto; y en sus inmediaciones:
las ciudades cercanas, pueblos aledaños y sitios naturales.
Tarapoto es un pueblo de la selva peruana, mi tierra
natal, la que me vio crecer, llamada también «Ciudad de las Palmeras». Está
ubicado en la región de San Martín a 330 m.s.n.m, con un clima subtropical
húmedo, que varía entre los 25 y 37 grados centígrados, aunque cada año la
temperatura se va incrementando por la expansión de la urbe y destrucción de
los bosques. Fue fundado el 20 de Agosto de 1782 por el Obispo de Trujillo Don
Baltazar Jaime Martínez de Compagñon y Bujanda, con el nombre de «Santa Cruz de
los Motilones de Tarapoto».
Me di a la vez la oportunidad en cada relato, de ir
describiendo a mi hermosa región que en el Perú y el mundo se hace cada vez más
afamada y visitada por varios turistas que arriban anualmente. A medida que fui
narrando, una por una las historias hasta la última oración, fui incluso
describiendo gran cantidad de lo que engloba y concierne a la ciudad de
Tarapoto y a la región de San Martín.
El Autor
TRES
SOBRE RUEDAS
En honor a los habitantes del pueblo de Lamas que
sufrieron el terremoto del 25 de Septiembre del 2005.
Dedicado al Altísimo que fue el que me inspiró, a
mis padres que nunca creyeron engendrar a un imaginativo escritor y a mi
hermano, al cual perdono sus bullicios.
Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad;
un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad.
Sir Winston Churchill
La vida es como una pequeña hoja que se desprende
con el viento de la rama de un árbol, que luego cae sobre el torrente de un
impredecible río, el cual corre y corre, largo o corto puede ser el camino que
siga, pero siempre hallará su fin en la paz de un eterno mar, o en el fondo de
tierra seca se pudrirá.
J.E. Rodríguez (Caminante)
NOTAS DEL AUTOR
Los hechos están cargados de narrativa ficticia,
basaba en una historia real que es distorsionada. Las descripciones de los
lugares geográficos están alteradas.
El punto más importante, del que el lector debe
estar enterado, son los lugares donde se desenvuelven los acontecimientos. La
zona comprende dos pueblos de la selva peruana y sus alrededores: Tarapoto y
Lamas.
Tarapoto, llamado también “Ciudad de las Palmeras”,
está ubicado en la región de San Martín a 330 m.s.n.m, con un clima subtropical
húmedo, que varía entre los 25 y 37 grados centígrados, si bien cada año la
temperatura se va elevando, debido al crecimiento de la urbe y a la destrucción
de los bosques. Fue fundado el 20 de Agosto de 1782 por el Obispo de Trujillo
Don Baltazar Jaime Martínez de Compagñon y Bujanda, con el nombre de “Santa
Cruz de los Motilones de Tarapoto”
Lamas, conocida además como la “Ciudad de los Tres
Pisos”, se sitúa a 22 kilómetros de Tarapoto, a una latitud promedio de 814
m.s.n.m. Tiene un clima menos caluroso y una gente más tradicional. La
expedición de San Martín de la Riva y Herrera para tomar el control de los
Jíbaros, Motilones y Cumbazas de la zona produjo su fundación, el 10 de octubre
de 1656.
BASADO EN HECHOS REALES...
PRÓLOGO
José Carlos es uno de mis primos por parte de madre.
Todos en la familia nos acostumbramos a llamarle «Cayo». Mientras que sus
amigos y promociones de colegio le apodaron «Chechelé».
En ese tiempo calculo que su edad circundaba entre
los 17 y 18 años. Según él me decía que estaba apunto de topar su más alto
nivel de resistencia en un deporte que a muchos fascina: el ciclismo. No
existía motivo alguno para no darle crédito a su palabra, ya que yo mismo me
encargué de averiguar si era cierto, y me libré de dudas cuando vi su potencial
en progreso, al observarlo subir pedaleando una gran cuesta.
Cayo, a esa edad, ya había culminado definitivamente
sus clases de quinto año de secundaria en el colegio estatal Ofelia Velásquez y
se había matriculado en el centro pre-universitario de la Universidad Nacional
de San Martín, para postular a la Facultad de Contabilidad, que después de no
ingresar en el primer, segundo, tercer, y hasta el séptimo intento, postuló e
ingresó al fin a la Facultad de Ciencias Agrarias.
—Ya era hora. La infinita era la vencida —le decía
repitiéndole como cotorra.
Fue así que aún pretendía ser un contador público
cuando conversaba con sus compañeros en una clase de razonamiento matemático,
sin prestar la mínima atención a su profesor. Tanto Jorge, apodado «Chilampa»,
como José Antonio, de pseudónimo «Shicapa» o «Totolín», estaban en el grupo de
jóvenes parlanchines.
—A esos llaman problemas… Son un grave insulto para
mi cerebro —se jactaba Totolín.
—Qué aburrida esta clase —dijo Chilampa—. Chechelé,
dinos lo que tenías pensado.
Cayo pidió la atención de sus compañeros, y dijo:
—Camaradas, consíganse una bicicleta… o bueno, si ya
la tienen, ¡estupendo!... Iremos pedaleando a la ciudad de Lamas a partir de
las nueve y media de la mañana. Recuerden de llevar lo necesario para el resto
del día, principalmente bastante agua para contrarrestar el calor y aplacar la
sed, que nos molestará a cada kilómetro que avancemos. A los afeminados ni se
les ocurra apuntarse en la lista... Les aseguro que aumentarán su resistencia
en cualquier deporte si logran llegar juntos conmigo... ¡Sólo los machazos me
igualaran! ¡Quiero verlas en acción! ¡Será una grandiosa proeza que marcará sus
vidas… para mí es normal las grandes emociones!
—¡Ya! ¡No exageres! —remachó Totolín. — El ciclismo
es cosa de niños.
Como es de imaginarse, tal propuesta es fácil de
aceptar a uno que es ajeno a la experiencia ni bien acaba de escucharla, porque
la mayoría de los tarapotinos, hasta cumplir diez años de edad, ya conocen
Lamas, la «Ciudad de los Tres Pisos», ubicada a 22 kilómetros de la ciudad de
Tarapoto. Pero exigua cantidad de gente en su vida ha arribado a su plaza,
montado en una bicicleta y esforzándose todo ese recorrido. En auto o combi se
demora alrededor de media hora. En cambio en bicicleta es muy diferente, porque
el tiempo se multiplica por tres y un poco más, a ritmo regular y sin
detenerse. Además no exclusivamente permaneces sentado durante el trayecto,
sino que los músculos de tus piernas se contraen y estiran como un acordeón.
Quemas grasa y pierdes calorías como en ningún otro deporte. Tu espalda te mata
antes de que tus piernas pierdan su fuerza. Tus manos y tus pies se te
encalambran y adormecen como cuando a un anciano le provoca reumatismo. Más
tarde, tus piernas sienten lo mismo con bullente potencia y tiemblan desde tu
cadera si te paras a descansar. Y por último, para coronarlo todo, si el sol
brilla en un cielo azul sin nubes, te quemas el cuerpo desde la cabeza a las
pantorrillas. Sientes que tu corazón empieza a palpitar a ciento cincuenta por
minuto. Y friéndote como un huevo en la sartén, tu sangre hierve con rayos de
cuarenta grados que tu cuerpo interpreta a cual abominables sesenta.
Esto es lo que padece un principiante en el
ciclismo, corroborando su inminente laxitud. Al principio es duro acostumbrarse
y pesa ejercitar las piernas, más aún que cuando se corre, porque este deporte
se diferencia en una cosa muy notoria del resto, y ya lo dije: es que durante
el tiempo que una persona está pedaleando, va desgastando hasta el cuádruplo de
calorías que en algunos otros entrenamientos y más del doble que en el fútbol.
Es verdad al oír decir de alguien que el ciclismo es
un deporte de recios y que solamente los de tesón sólido y los disciplinados
consiguen convertirse en profesionales. Por lo demás, bastantes piensan que
andar en bicicleta ejercita directamente los músculos gemelos (las
pantorrillas), eso no sucede así, sino que los músculos cuadriceps (los muslos)
trabajan al ejecutar presión con los pies sobre el pedal y, por consiguiente,
logran hacer girar la catalina y el piñón, lo que permite el movimiento de las
ruedas.
El epicentro que originó el desenredo de los hechos
no se ubica en la propuesta de Cayo, en cambio sí en la sorpresa que nos dio un
cercano familiar clérigo: mi tío Antonio, en ese tiempo sacerdote de la capital
departamental de San Martín, Moyobamba. Él no se molestó en agasajar a la
mayoría de mis primos, por parte de madre, una bicicleta modelo de los años
cincuenta.
Cuando mi tío me obsequió este práctico medio de
transporte era la primera vez que poseía uno. Me era muy útil para acortar
distancias y sacarme de cuanto apuro. Pero al mencionado velocípedo debía de
compartirlo a veces con mi menor hermano. Los primeros días él se ponía a
cronometrar mentalmente el tiempo que yo permanecía montado en el espacioso
sillín, para que así lo utilice en igual cantidad de segundos. Mientras tanto,
mi primo desgastaba calorías y perdía kilos pedaleando largas distancias,
aumentando mensualmente los kilómetros.
Sin embargo, ahora ya no se sentaba en un sillín del
tamaño de la tapa de una olla ni sujetaba los manubrios a la altura de los
hombros, sino que al tubo inferior del asiento lo había cambiado por otro de
medio metro de largo. La horquilla de la llanta delantera estaba enderezada
hacia dentro, como una pulgada. Al chasis le hizo una modificación que volvía
casi irreconocible a la bicicleta: mandó al soldador para que lo cortara de una
de las puntas y con la acción del calor lo doblara por arriba y lo fundiera
cuarenta centímetros en esa posición, cerca al tubo del asiento. Junto a todo
esto, le cambió algunas piezas por otras modernas, como los frenos, las
llantas, los pedales, la biela, el piñón, la catalina, el eje central y el eje
de ambas ruedas; y por último ajustó un cachito en cada extremo del timón.
Por el momento para mí el ciclismo llegaba a
convertirse en un pasatiempo que aparcaba para los momentos donde el aburrimiento
me tomara desprevenido. Era flojo para el ejercicio a gran escala y no me
invadía las ganas del tedio de estar horas poniendo disciplina a mis músculos.
Sin embargo, esas ganas irían apareciendo en mí cada vez con una fuerza fuera
de lo común; pero, eso es harina de otro costal.
Sólo Chilampa y Totolín habían aceptado la propuesta
de Cayo, aunque al principio era un nutrido número de gente apuntada, que no
tardaron en desistir, debido a que analizaron el caso detenidamente y
deliberaron que es cosa de locos pedalear tanto en una carretera ascendente.
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El día de la salida amaneció sin más demoras que los
anteriores. Eso auguraba un clima brutalmente cálido, en el cual el sol
cubriría con sus potentes rayos a la región de San Martín. Desde las 5:00 a.m
se podía notar un insinuante firmamento azul oscuro y amorfas nubes de color
morado. En los cerros del horizonte la neblina aún no se disipaba, pero al
instante en que el cielo se ponga azul toda bruma existente se evaporaría.
La corona del sol ya empañaba un poco los salvajes
paisajes antes de las seis de la mañana. Desde la cima hasta la falda de los
cerros y colinas, una sombra opaca oscurecía los árboles, engañando a la vista
con tonalidades grises fantasmales. Los cantos de las aves se combinaban entre
sí, de arrullos roncos y cacofónicos a silbidos melodiosos y relajantes. Era
ineludible, en algunas viviendas, que los oídos captaran el canto nuncio
acompasado del macho de las gallináceas: el gallo doméstico.
Media hora después, la mayoría de la gente se frotaba
los párpados y estiraba los brazos para levantarse de la cama y comenzar con
las actividades diarias. A los que aún les vencía el cuerpo y no movían un dedo
para librarse de las sábanas, a pesar de que la temperatura era en lo necesaria
alta para hacer transpirar a una persona envuelta en cobijas, era porque tenían
impecable afición al calor y a la fiaca, superando en preferencia la segunda de
los dos. Admito que yo pertenecía a ese tipo de flojos aficionados. Las siete
en punto de la mañana era, en particular, la hora en que ponía los pies en
tierra y emprendía mis quehaceres; pues, antes de esa hora, levantarme de mi
lecho constaba un esfuerzo sobrehumano, por más que me acostase temprano.
Mientras acababa de desenredarme de las sábanas y
cerrar la boca luego de un exagerado bostezo, en el interior de una vivienda de
la cuadra 3 del jirón Augusto B. Leguía, Cayo ya llevaba contando treinta
minutos en pie. A mi primo se le removían las ansias como huevos batidos y el
tiempo transcurría debajo de la frecuencia normal en su reloj cerebral. En su
mochila yacía su lista materializada del papel donde anotó el día anterior.
—Botellas con agua, fiambre, polo, trusa y
chucherías —repasaba su contenido—. Bueno, está completo, no me olvido de nada…
eso espero… ah, mi dinero.
—¡Oye, déjame continuar con mi sueño! Acaso dormir
es una molestia para… —un prolongado bostezo se escuchó en seguida, concluía de
refunfuñar mi prima Ana Luisa, la hermana menor de Cayo.
—Tú sólo sigue durmiendo, fregada. Quién te manda a
escucharme —le riñó mi primo a su hermana.
Restaban dos horas para que Cayo se encontrase con
sus amigos en el puente del río Cumbaza. Lamentó no haberlos citado más
temprano, porque el aburrimiento lo consumió durante el mismo período que dura
un partido de fútbol… Faltando aún mucho para la hora estipulada, le rogó a su
madre que le deseara buena suerte en su salida y se imaginó dejando en ridículo
a sus amigos, viéndolos flaquear en el pavimento casi vertical del kilómetro
ocho de la carretera que ingresa a Lamas. Después de eso, sacó su bicicleta por
la puerta de entrada y la posó sobre la pista de concreto, pegada a la vereda
de la calle. En su espalda se ajustaba su mochila con sus cachivaches y prendas
dentro, y además lucía un atuendo medio fondista. Inhaló aire aprovechando
rápidamente que la calle se mantenía libre de contaminación, y se marchó sin
más preámbulos.
En bicicleta, a un ritmo semi-acelerado, le tomaba
aproximadamente entre quince y veinte minutos en llegar al puente. Dependía
también en gran medida del tráfico y de los semáforos. Como aún eran las nueve
el flujo motorizado era poco denso y eso evitaba los rechinares de Cayo contra
fulano y mengano conductor.
—Tengo que llegar antes que mis patas —hablaba entre sí, dando un pequeño suspiro por
la velocidad a que avanzaba.
Aventajó a uno… dos… tres motokares , y luego a un
camión de verduras; otra persona que iba en bicicleta sintió tremolar su
vehículo cuando pasó a unos milímetros de ésta. Los ojos le comenzaron a
irritar por el viento que chocaba bruscamente en su rostro, y el calor del sol,
que ya le había hecho transpirar la frente, permitía que el salado sudor
descendiese y ardiese sus párpados.
—Falta poco… ya llego —se tranquilizó al ver el
puente después de bajar una curva.
Frente a él, un puente de cien metros de diámetro
continuaba la carretera Marginal, ahora llamada Fernando Belaúnde Terri, en
honor al presidente que mandó a construirla y luego inaugurarla, rompiendo una
botella de champagne.
De pie en la vereda, mi primo oía sin escuchar el
sonido del tráfico y el golpe de las olas en las piedras del río. Con la mirada
perdida al cielo, un grito enérgico lo sacó de su embeleso. En el extremo
sureste del puente, su amigo Chilampa acababa de llamarle para, en seguida,
dibujar en sus mejillas una sonrisa pícara.
—Promoción , ¿cuáles son las últimas? ¡Si que te
empeñaste en llegar temprano, algo muy raro en ti! —le saludó a Cayo de manera
poco sutil—. Estás empapado como un bebé ishpatero .
—¿Cómo es promoción?, es que yo pensaba que ya
estarían aquí —dijo mi primo—. Te sorprende si te digo que en cinco minutos
lle…
—Llegué aquí —terminó la frase Chilampa—. Mil veces
con el mismo rollo... Eres puro floro , promoción.
—Es en serio. Me da igual si no me crees —se
defendió—. Al notar tu apariencia, deduzco tu endeblez en este deporte. Estás
pálido, compadre. ¡Un fantasma, sí… eso eres!
Las carcajadas de ambos sobrepasaron al resto de los
ruidos. Seis minutos fueron suficientes para que mi primo enfriase su cuerpo, y
así es lo que demoró su otro amigo, Totolín. Por el medio del puente un
muchacho delgado y de piel café clara se acercaba pedaleando con pesadez.
—Chechelé, uff, Chilampa, ¿qué tal promociones?, uff
—saludó a sus dos amigos—. Sin este tráfico hubiera podido estar antes de las
9:30, uff.
—¿Tú crees? Me sorprende de que aún puedas hablar
—le dijo Cayo cómicamente—. Doy fe de que Cacatachi será tu destino final. Les
diremos a los de la posta médica que te pinchen suero en las venas.
—Porque me ven bastante agitado piensan que no daré
igual que ustedes, uff —habló tenue y ligeramente—. Recién acá, antes de pasar
por el puente, desaceleré de los cien por hora que venía.
—¡Qué increíble! ¡Eres lo máximo! ¡Mi ídolo!
—dijeron al unísono Cayo y Chilampa. Nuevamente unas carcajadas resonaron por
encima y debajo del puente, pero esta vez de tres adolescentes.
—¡Alábenme y póstrense ante el rey, pupilos! ¡Soy su
maestro del ciclismo! —continuó con la petulante gracia Totolín.
—¡Hey, hey, ya no te sigas enalteciendo! —dijo
Chilampa—. Todos saben que eres más falso que treinta de febrero.
—Oigan, ya es hora de irnos —dijo Cayo en voz alta
para que ambos se callen. La verdad es que se desesperaba por irse cuanto
antes.
La distancia del puente Shilcayo al pueblo de
Cacatachi son aproximadamente siete kilómetros, y ciento cincuenta metros
siguiendo la carretera, al costado derecho, existe una bifurcación que llega
hasta la cuidad de Lamas. Esa es la ruta que el grupo tomaría.
Desde esa división de la carretera hasta la plaza de
Armas de la ciudad de Lamas cuenta una distancia de casi once kilómetros. En
esas épocas todo ese trayecto ya era una subida pavimentada. A medida que se la
asciende, se va empinando más. En el primer kilómetro es mas bien horizontal.
En el dos se inclina un poco. Por el tres y cuatro se podría decir que ya es un
moderado ascenso. Para llegar al cinco se pasa de lo moderado a lo esforzado,
me refiero a esforzado si vas montado en bicicleta, caminando o trotando. Por
el kilómetro seis y siete sigue un tanto parecido. Pero en donde verdaderamente
la subida es casi vertical es por antes de pasar el kilómetro ocho. El resto de
kilómetros son análogos al quinto.
Los ciclistas habían retornado a pedalear. Cayo iba
a la cabeza, sus dos compañeros rezagados, Chilampa menos que Totolín. De todas
maneras se agitaba por la brusca fuerza que ejercía al empujar los pedales. Su
plan, como lo mencioné, era hacer notar su destreza en este deporte. Cuando se
dio cuenta de lo innecesario de su raudo avance, debido a que sus compañeros
eran nada duchos en el ciclismo, aminoró su marcha exagerada. Contaba también
con la ventaja de que las llantas de su bicicleta eran delgadas y de mayor
radio, esto le permitía correr con sumada velocidad.
—¡Avancen, par de holgazanes! Hey, Shicapita, dale
duro. Puedes hacerlo mejor, dejadazo
—les decía mirándoles por encima y detrás del hombro—. ¡Niñas, el tiempo
es oro! ¡Apúrense, ya!
—Relájate socio, uff —dijo Totolín—. Sólo estoy
calentando, uff. No vayan a pensar mal de mí, uff.
—Deja de fingir, llullampa —le increpó Cayo—. Pero te tengo excelentes
noticias: acabo de disminuir mi velocidad.
—Chechelé, yo no me canso mucho como este piernas de
gelatina —dijo Chilampa.
—Eso está
por verse —dijo Cayo. “Pobre iluso, ya se arrepentirá”, pensó seguidamente.CONTINÚA...
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