Chorreantes de sudor, arribaron al conocido centro
turístico, ignorando que su estadía se prolongaría aproximadamente cuarenta y
cinco minutos. Dentro de los límites, recostaron sus bicicletas en el pasto,
debajo de una palmera chata, y se sentaron protegiéndose en la sombra de la
misma. Desde su ubicación podían divisar a la gente refrescándose en la
piscina; ellos (los dos) aplacaban el calor sorbiendo agua.
—¡Chechelé! ¡Mira esa mamacita que acaba de lanzarse
a la piscina! ¡Me dan ganas de darle unos mordiscones en las carnosas nalgas!…
¡Qué riquísima! —dijo Chilampa con las hormonas en ebullición.
—¡Si, promoción! —dijo lujuriosamente mi primo—. ¡Su
bikini no deja nada a la imaginación! ¡Qué rico culito! ¡Da ganas de
«castigarla»…! Otro día, exclusivamente, vendremos como un par de tiburones a
chapar nuestras presas dentro del agua.
—Recesando lo penoso y fastidioso de la subida, ver
a las chicas es un placer innegable, Chechelé.
—Así es, promoción. Estás en tu derecho. Y tus
derechos también me pertenecen según la constitución.
—Tanto mirar carne me comienza a dar hambre —dijo
con lascivia Chilampa—. Son las horas donde la voracidad me acosa.
—Vamos a dar una vuelta —apremió Cayo—. De lejos
chequearemos nuestras bicis. ¡Levántate, pervertido sexual y trae tus botellas!
—Ojalá mi pobre estómago deje de regurgitar habiendo
un suculento banquete por doquier, con chuchos
de postre —dijo Chilampa con las hormonas apunto de estallarles. Y, al punto, pensó relamiéndose: “La cuestión es
que por ahora tengo más hambre de mujeres que de comida”.
—¡Deja de alucinar, enfermo sexual!... ¡Mira! —mi
primo apuntó directo al mismo servicio higiénico donde Totolín sería
escoltado—. Allá hay un caño para que te mojes la cabeza y de repente se te
quita lo ardiente.
—¿Y las mochilas?, ¿qué hacemos?, ¿dónde las
colocaremos? La mía me está matando los hombros y la espalda.
—Sujetémoslas a las manivelas de nuestras bicis —se
le ocurrió a Cayo—. Quién querría hurtar a este par de raídas mochillas.
Breve tiempo después se empaparon la cabeza y el
torso y chuparon agua del caño hasta inflar sus estómagos como el de Totolín minutos
más tarde. Chilampa menguó su tremendo apetito sexual gracias al abundante
líquido emanado, humedeciendo inmediatamente a su desgreñada cabellera. Y,
antes de que los dos abandonaran su ubicación, repletaron sus botellas de agua,
impacientando a las personas de atrás, que perdían el tiempo esperándolos
desocupar el lavamanos.
Ya que los dos resultaron con las ropas mojadas, se
sacaron los polos para exprimirlos y hacerlos secar al sol extendiéndolos sobre
el pasto a tres metros de la piscina. Se sintieron muy seguros observando desde
su posición (bajo sombra) que ningún individuo tomaba importancia a sus
posesiones, inclusive a los niños les interesaba un bledo darse un paseo sobre
ruedas, cuando se recreaban a sus anchas, nadando, zambulléndose o lanzándose
la pelota en la refrescante piscina.
Se le volvieron a elevar los deseos lujuriosos a
Chilampa, y Cayo no se quedaba atrás. Las chicas prácticamente desfilaban
frente a ellos como luciendo sus trajes de baño por la pasarela. Al menos ellos
lo distinguían de esa forma. Algunas lucían tangas que apenas cubrían una
escasa parte de la vastedad prominente de sus atributos femeninos. Los rayos
solares hacían brillar las pieles morenas y blancas, destellando brillos en las
gotas que resbalaban por sus excitantes curvas y protuberantes bustos y glúteos.
Las que vestían bikinis claros delataban más sus partes íntimas. Pezones
arrugados y levantados, ingles lampiñas y estrechas, cinturas lisas y angostas,
enloquecían los sueños eróticos de cualquier adolescente, y por qué no de Cayo
y Chilampa.
—Estoy por perder la cabeza, Chechelé… Estas nenas
me volverán demente… Lo único malo es que las mamacitas ya tienen dueño, ésos
son unos pituquitos hijitos de mamá
—declaró inquieto Chilampa.
—Si, promoción —dijo mi primo—. Otra cosa también es
que las que son aún huambrillas nadie
las posee… Debo incluso decirte que de lejos los atributos de las creciditas se
distorsionaban mucho, pues, chequeándolas en cuerpo entero de este ángulo, me
contagia tu ardorosa e incontrolable morbosidad sexual, ¡ja…!
—¡Ja…! Permíteme recordarte que en la siguiente
venida estaremos de cacería. Lo digo porque a veces eres pura palabrita: sin
hechos y acción.
—Cosas como esa van en serio, promoción. Si ahora me
propusiera a conquistarlas, te juro que vendrían a mí como si fueran mansas
palomitas en busca de granos de maíz.
—Eso está por verse, Chechelé. Demuéstrame tus dotes
de seductor en su momento.
Se dirigieron al tambo luego de «comer» con la
mirada a las hermosas chicas de la piscina. Fue sorprendente la potencia del
sol que sus ropas casi se secaron completamente, pero aún seguían sin
ponérselas. Era reconfortante recibir las brisas con el cuerpo semidesnudo por
estas latitudes. Una vez protegidos de los rayos ultravioleta, cerca del bar
donde Totolín más tarde pediría agua, encontraron una mesa vacía con dos sillas
alrededor, propicia para ellos. Cuando recién acababan de sentarse, una
apresurada adolescente chocó una de sus rodillas en el borde de la silla donde
reposaba Cayo. Ella lanzó un quejido de dolor y lo apagó de golpe. Mi primo y
la distraída joven reaccionaron apartándose unos cuantos centímetros; y luego,
se disculparon por el susto.
—¿Estás bien, amiga? —inquirió serenamente Cayo a la
chica.
—¡Sí! Es un simple rasguño —contestó—. No se
preocupen, sigan con lo que ha…
—¿Tan apurada estás amiga? —interrumpió Chilampa—.
Por qué no haces compañía a un par de solitarios muchachos… Más tarde si
quieres te ayudamos en tus afanes.
—Discúlpeme, joven —dijo la chica—. Usted es un
desconocido y yo no le di permiso de ser confianzudo conmigo. Y, no necesito
ayuda en mis quehaceres.
—Tranquila, amiga —dijo educadamente mi primo—. Mi
pataza es un lengua floja. En el fondo él no tuvo intención de ofenderla. Te
ruego que nos perdones.
—Simplemente es que me molesta cuando algún muchacho
mañoso se vuelve zalamero conmigo —dijo tranquilizándose—. Cree que con un par
de baratas insinuaciones voy a caer en su juego. Pero ahora que veo que usted,
amigo, es un joven de buenos modales, perdonaré la impertinencia de su
compañero.
—Te lo agradezco —dijo Cayo. Luego, fijándose en la
herida de la rodilla de la chica, continuó—. ¡Hey, amiga!, ¡estás sangrando!
Presiona con fuerza para obstruir la salida de la sangre, de esa forma
cicatrizará sin alcohol o yodo —y observando el contorno de la silla, indicó—.
Aquí hay una astilla, deberían lijar la madera.
—Bueno, le diré a mi papá que se encargue de eso
—dijo la chica.
—¿Qué? ¡Acaso tu papá es una especie de carpintero…!
Excúseme por favor la dura expresión —se extasió mi primo.
—No, tontito. Él es el propietario principal de este
centro turístico —le respondió cariñosamente. Ya le había tomado confianza al
chico con quién tropezó y sin darse cuenta le sonreía al hablar.
—¡Ah, si, si! El calor retarda mi sentido de
entendimiento —se enrojeció Cayo. Se calmó, y prosiguió—. Eres muy afortunada
de venir a pasar los fines de semana en un lugar tan ameno como este. Con una
piscina donde refrescarse al alcance de la mano, debe ser lo máximo, ¡chévere!
—Estoy de acuerdo contigo —dijo con sumo entusiasmo
la muchacha. Se había sentado cogiendo una silla de la mesa contigua—. También
a veces los días laborables vengo a respirar aire fresco y de esa manera me
libro de la contaminación de Tarapoto que, aunque no lo parezca, día a día va
desarrollándose como urbe.
—Te cuento que mis abuelitos de parte de madre son
propietarios de un fundo, y allá, mis tíos, primos y amigos, acudimos con
asiduidad —narró mi primo—. El área del terreno es aproximada…
—Oigan, tortolitos. Soy una estatua, ¿o qué? —cortó
la conversación Chilampa—. En fin, creo que sobro en esta mesa… ¿qué esperan en
echarme?
Cayo y su nueva amiga se sonrojaron ante las frases
de Chilampa. Este último, con la cara de falso ofendido, se retiró de su
asiento haciendo un gran espectáculo con gesto de herido sentimentalmente. Y
dando un giro de cabeza, antes de salir a pleno sol, realizó dos sonidos roncos
en señal de que esto me huele a romance. Llevó con él sus botellas y las de mi
primo, dirigiéndose a colocarlas en las mochilas, a quince metros de ahí.
Pasó un corto tiempo, y Cayo regresó sonriendo de
oreja a oreja como si fuera el ganador de una competencia ciclística. Chilampa
sin prorrogar las cientos de preguntas curiosas que le cosquilleaban en su
mente desembuchó considerable número de las mismas:
—Chechelé, ¿cómo se llama la buena mocilla?. Aunque,
no es tan despampanante como las de la piscina, eso es lo de menos. Cuéntame.
¿Te insinuó algo o te dio esperanzas? ¿Tiene enamorado? ¿Te dio su número
telefónico? ¿Le fascinó tu hazaña de venir pedaleando desde Tarapoto? ¿Qué dijo
finalmente de mí? ¡Cuenta ya, hombre!
—Deja de enredarme de preguntas. En primer lugar no
pienso revelarte su nombre, tengo mis motivos. Le relaté con ligereza nuestro
día y otras cositas que me las guardo. Entérate que su número telefónico lo
tengo memorizado; ningún mozalbete anda de la mano con ella; ya sabe tu nombre
y me vio como un héroe al enterarse de mi resistencia física… ah, sí, a ti
también.
—Promoción, si es tu decisión limitarte con decirme
sólo eso, lo comprendo. Pues se me antoja que la chica te gusta —declaró
Chilampa, controlando las ganas de sonsacar a su amigo. Pensó que ya más tarde
se animaría a pormenorizarle su plática privada. “Como si no te conociera,
Chechelé”.
—¡Vayámonos enseguida! —dijo impetuoso Cayo—. Es
hora de continuar el ascenso… Me quedaría si ella tuviera tiempo.
A veinte metros, la joven le despedía agitando la
palma de la mano, y él la imitó. Chilampa retornó sus ronquidos, anhelando en
secreto estar en los zapatos de su promoción.
En un instante se vistieron. Sintieron a sus polos
húmedos en dos o tres partes, a sus mochilas cómodas por la prolongada estadía
en el lugar y al sol lejos de agobiarles por el momento. Mi primo recargó sus
energías con el ánimo que le brindó su nueva amiga. “¡Qué bien se expresó de
mí! Creo que le di una muy buena impresión. Me encanta su manera de ser”, pensó
cuando se encontraba otra vez pedaleando. Chilampa, a un costado, observaba su
expresión, tratando de escrutar lo profundo de sus pensamientos. “Me aventaja
en el ciclismo y también en la conquista de hembritas, pero eso es mera
casualidad”, pensó él. Su envidia se iba disipando a medida que se acercaban al
umbral del centro turístico. Ya habría nuevas oportunidades para él e
intentaría ser bastante cortés delante las damas.
—Me gané la lotería, promoción —dijo mi primo—. Sé
paciente, hembritas sobran en la tierra. Hay dos para cada hombre. Evita de
cometer errores como el anterior, y compórtate, grábatelo bien en el cerebro:
¡compórtate caballerosamente, ja…!
—¡Hrm! ¿Pretendes darme clases? —arguyó con
teatralidad Chilampa. El par iba dejando atrás el ambiente de esparcimiento—.
Yo… soy un cuerazo , y tú no llegas ni a mis talones, Chechelé.
—¡Sí! ¡Eres guapísimo! —dijo Cayo—. Tengo que
declararte mi amor. Estoy perdidamente enamorado de ti desde la primera vez que
vi tus ojos. La chica no significa nada para mí… ¡Me haces perder la cabeza!
—¡Ay, ay! ¡Qué cosas dices! ¡Me sonrojas! —dijo
afeminado Chilampa.
Al terminar ambos sus poco masculinas frases, se mataron
de risa hasta llegar al extremo de apearse de sus bicicletas y sobarse la
barriga. El centro turístico hubo desaparecido en una curva a la izquierda y el
terreno era menos ascendente. Por increíble que resulte, Totolín torcía a su
siniestra para ingresar a los ambientes donde permaneció el dúo. A pesar de la
inminencia del mediodía, la temperatura disminuyó tres o cuatro grados. Las
brisas soplaron con medrado brío en los árboles que sombreaban cincuenta metros
de la carretera, asimismo justo donde los dos compañeros se batían las
mandíbulas en risotadas y jolgorios. Las hojas de estos árboles, y con mayor
grado los de la derecha, expelían un reconfortante olor que colaboraba a un
clima más suave y relajante. El problema se materializó cuando algunos vehículos
descendieron botando humos tóxicos, ennegreciendo el aire y desistiendo los
cacareos de Cayo y Chilampa, para ser reemplazados por sucesivas tosidas.
Soltando maldiciones a los cuatro vientos, bebieron sorbos de agua y así
vertieron acuosidad en sus resecadas gargantas. Mi primo levantó una pierna
para disponer largarse, pero su anhelo fue impedido al sentir en la coronilla
de su cabeza que del cielo caía algo flemoso y frío. Temió estar en lo cierto,
porque muchas veces antes tuvo la mala estrella de que un pájaro le defeque en
la crisma. Palpó cargado de repugnancia la sustancia pegajosa y acercó a su
nariz sus dedos hediondos. No se había equivocado, su olfato identificó esa
pestilencia en un santiamén. El incidente, que le hizo fruncir el ceño y sacar
la lengua de asco, sería poca cosa en horas ulteriores, ya que un golpe en el
tabique nasal te hace ver a San Pedro en calzoncillos .
Chilampa demoró en darse cuenta del percance de
Cayo. Cuando se fijó, contrajo una severa epilepsia bucal y estridentes ataques
de risa como síntomas. Ésta adquirió más fuerza y período que la anterior.
—¡Ja, ja…! ¡Chechelé, las aves de acá confunden a tu
cabeza con un cagadero peludo!, ¡ja,
ja…!
—¡Cállate! ¡Rayos, que asquerosa quicha ! ¡Maldito
plumífero! ¡Te desplumaría y degollaría si te tuviera entre mis manos! —gruñó
Cayo bastante enfurecido, reprochándole a su amigo y al ave.
Chilampa se rió durante tres minutos enteros y le
dolieron las costillas a causa de las múltiples contracciones de su diafragma.
Mi primo trató de ser indiferente a su burla y a las payasadas que
representaba. Luego de un rato, el dúo se dispuso a irse, uno regándose chorros
de agua en los pelos y el otro hartado de sucesos graciosos y guasones, que por
instantes le hizo olvidar su extenuante ejercicio.
Unos metros cuesta arriba el sol brilló de nuevo,
pues, hacia abajo, las enmarañadas ramas de los árboles habían restringido el
paso de sus rayos. Sólo tres jóvenes árboles de pomarrosa estaban plantados en
ese lugar. A continuación, un viento rompió a raudales provocando polvaredas a
la diestra del camino y luego acumulando granos de arena sobre el cálido
asfalto, y formando remolinos sin rumbo. Aquí las formaciones geográficas se
extendían en terrenos planos y despejados.
Una casa rectangular, con techo de calamina, yacía a
treinta y cinco metros a la derecha de Cayo y Chilampa. Pintada de azul marino,
de zócalo rojo y con dos puertas en la fachada, hacía las veces de garita de
control. Personas adultas, niños y adolescentes se ubicaban en la vereda del
frontis de la casa, unos sentados y otros entrando y saliendo por las puertas.
Hubo un señor que vestía de policía de carreteras: polo, pantalones y botines,
todos negros; una gorra con visera del mismo color, y en su ancho cinturón se
ceñía un arma de alto calibre. Los dos compañeros, en varias ocasiones, pasaron
por este familiar lugar: el más curioso en toda la subida a Lamas.
Frente a ellos la carretera torcía por enésima vez a
la derecha. En línea recta el nivel del suelo bajaba bruscamente medio
kilómetro a un valle de sembríos y casuchas por doquier. Angostos e inclinados
senderos comenzaban desde el borde del pavimento. Había solamente uno que era
recto y plano, pues éste corría antes de los terrenos inclinados, al sur. Los
sembríos predilectos eran las piñas, las que crecían en tierras ubérrimas y
sesgadas. En el paisaje la flora pululaba a sus anchas, cubriendo cerros y
colinas que a lontananza se los veía celestes. Bancos de nubes se estiraban en
el horizonte, tapando un poco los cerros. Y aves diminutas y de envergadura
grande volaban metros o tal vez kilómetros arriba de la extensión boscosa.
Rocas negruzcas y horadadas no faltaban en medio del verdor. El trino de los
pájaros pequeños se acentuaba y escuchaba en variados tonos como si la
naturaleza compusiera un canto acompasado. Los pipitos, pájaros de pechos
amarillos, alas cafés y con las cabezas blancas, moteadas de una especie de
antifaz en el contorno de los ojos, subían instintivamente el volumen de su
canto a la llegada del mediodía.
Mientras el ciclo de la vida corría normalmente,
Cayo y Chilampa se sacudían el polvo, usando sólo una mano mientras pedaleaban.
Una vez seguida la ruta y al doblar la mencionada curva, ésta se volvió llana,
sin ningún ascenso empinado o moderado. A partir de este punto, por el lado
izquierdo de la carretera, los terrenos seguirían sin ser planos y el paisaje
sería similar hasta el ingreso a la «Ciudad de los Tres Pisos».
—Chechelé, el olor ése me da náuseas —dijo Chilampa,
alterándole la paciencia a mi primo en donde más le afectaba en esos momentos—.
Tu amiguita se divertiría de esto. Nunca volvería a acercarse a un tipo tan
repugnante como tú, aunque aparente ser refinadito delante las damas. ¡Qué
gracioso…!
—¿Te vas a callar?, ¡maldición! ¿Quieres que te haga
recordar cuándo te resbalaste en el salón de clases recién encerado…? ¡Oh,
bueno, ya te acordaste!... Con tu caída si que estampaste tu raquítico culo en
el piso, ¡ja…! —se mofó, queriendo silenciar a su amigo con el recuerdo de la
vergüenza que pasó en público
—Le pudo haber ocurrido a cualquiera. Me callaré si
tú lo haces —dijo Chilampa encogiéndose de hombros e incrementando su furia.
—Ya ves que te avergoncé —dijo Cayo cuando su
camarada chasqueaba la lengua de rabia—. Cada vez que me viene a la mente tu
trastrabillada al suelo me causa gra…
—¡Hey! ¡Dije que zanjásemos el asunto! —ladró
sulfurado Chilampa—. ¡Tú que me obligas a cerrar el pico no dejas de parlotear
porquerías! ¡Nadie joderá a nadie, ya que me revienta estar hablando babosadas!
Después de calmada esta común discusión, los dos
compañeros adoptaron un cerrado mutismo. A su derecha, metros más atrás, un
camino de herradura serpenteaba en diagonal a través la carretera. Esta ruta
era más ancha que las otras vistas durante el ascenso a Lamas y su suelo
conservaba la llaneza de un sendero aplanado. Una loma se encaramaba cubierta
de pastizales, con hojas ásperas y espinosas. En medio del verdor se
entremezclaba la famosa ishanga u ortiga, cuya primera denominación es usada en
la selva peruana. En donde estaban Cayo y Chilampa las brisas corrían a
velocidad media y además traían consigo una neblina, ahora, imperceptible al
ojo humano. Pues era la misma que se hubo evaporado desde la madrugada y que
todavía se seguía percibiendo su impoluto aire. Los polos de ambos muchachos no
daban muestras de humedad. El sudor se retardaría en empaparlos, pues la
atmósfera, menos abrumadora, mantendría normales a sus temperaturas corporales
por un poco más de tiempo.
En el extremo derecho de la carretera unas señoras
quechua-hablantes conversaban a ritmo acelerado. Cada una llevaba la
indumentaria típica de las lamistas que seguían conservando el legado de sus
antepasados: Se vestían con ropas de tonalidades vistosas, fosforescentes a los
rayos solares, como el naranja, verde, celeste, escarlata y otros. Andaban con
los pies descalzos. Se ataban cintas en la frente, entre la prolongada
cabellera y la parte baja de las pantorrillas... Estas mujeres se sombreaban
dentro de un tambo de nueve metros cuadrados, con seis postes como columnas y
con el techo de ramas de palmeras secas y superpuestas. De la parte frontal a
la posterior, el techo se inclinaba hacia abajo. Y los cuatro postes que
estaban detrás yacían a yarda y media del borde de un precipicio.
Esparcidos en dicho tambo, racimos de yucas y
plátanos reposaban en el suelo terroso. Abultadas alforjas, que colgaban de los
palos del techo, parecían apunto de ceder por el excesivo peso. En una mesita
de troncos y ramas habían piñas colocadas a lo largo y ancho. Y, apoyado en los
dos postes del centro de la parte trasera, un estirado tocón servía de banco a
tres lamistas.
Los muchachos doblaron a la izquierda, y reanudaron
su subida, la que continuaría moderada hasta Lamas. Pasaron sin más fijaciones
por dos chozas contiguas. La primera tenía las paredes hechas con ladrillos de
abobe y una tosca puerta de listones ahusados; la siguiente, estaba contorneada
con troncos del ancho de enjutos bambúes. Los techos de ambas fueron montados
con ramas secas de palmeras. Metros arriba, otra vivienda como las anteriores,
pero más reducida, había sido también construida al borde de un barranco de
rocas afiladas y morenas. Cayo y Chilampa iban tan concentrados en su
ejercicio, que una estridente voz les estremeció los tímpanos en ecos que
resonaron varios metros a la redonda. Encontraron luego con la mirada la fuente
de tal alarido, y resultó que salía de la laringe de un señor de
aproximadamente cuarenta años, aunque tal vez tenía menos, ya que vivir en el
campo te hace aparentar de mayor edad. Él profería, reiterativamente:
—¡PIÑAAASSS! ¡Vendo ricas y jugosas piñaaasss!
¡Cuestan a sólo un sol! ¡Compre sus ricas piñas! ¡PIÑAAASSS…!
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