Una curva de 90 grados se hallaba a un puñado de
metros. Cayo actuó célere y sus deleitosas rememoraciones no desviaron su
atención en la zigzagueante ruta. Pedaleaba lo más rápido que el sistema de
arrastre de su bicicleta le permitía. Su velocidad variaba entre los 75 y 85 km/h,
su más alto tope alcanzado. En la subida, su kilometraje se reducía a la quinta
o sexta parte. Esto dependía de lo encaramado del asfalto y los tres muchachos
—a sus respectivos ritmos— lo experimentaron en carne propia.
Chilampa y Totolín se rezagaron mucho, tanto que mi
primo ya no los veía atrás, tratando de emparejársele. Ningún vehículo
motorizado venía a sus espaldas debido a sus raudas pedaleadas y a sus
instantáneas maniobras. No podía evitar que diminutos grillos, polillas y
mosquitos le vapulearan la cara y morían al estrellarse. Lo realmente
fastidioso fueron los choques en sus ojos, oídos, nariz y boca.
A la altura del ambiente turístico en construcción,
el canto augurador y tétrico de un guácharo tamizó sus órganos sensoriales. La
quejumbrosa melodía procedía de todas partes. “Ruego que sea pura charlatanería
lo que me contó mi viejita, de que el ave ésa es profetisa de la mala suerte.
¡Dios me libre!”, pensó conscientemente. Pero los designios del Todopoderoso
son irrevocables. Las advertencias son a veces en vano, porque al
reflexionarlas suele ser tarde para prever las medidas necesarias y escaparse
con antelación de los peligros.
De repente, las dos comprometedoras frases que le
produjeron intriga en el transcurrir del día se interpusieron en su mente: Boto
sin la raqueta / El ajedrecista cauto vence bit. Esos fragmentos de recuerdos
se estancaron en su cerebro, que se vació de otros pensamientos. Entonces, su
mente se nubló y, para su insoslayable desgracia, la carretera se esfumó
efímeramente de su conciencia. Iba a la deriva desde la altura del kilómetro
cuatro novecientos. Bajaba y bajaba, desviándose al carril opuesto. Fatal
hubiera sido si una moto, un carro o un camión transitara en esos momentos, el
tamaño de esos vehículos hubiese determinado la mortalidad del choque. Tan de
improviso como le vino el par de frases a su mente, así se fueron. Pero no
había maniobras para remediar este descuido, pues ya sólo la llanta trasera
giraba sobre el sólido cemento, y la delantera, haciendo lo mismo, en la
achatada mata de hierbas. Su velocidad desmedró al dejar de pedalear, en
cambio, seguía siendo vertiginosa y riesgosa: 50 km/h.
—¡NOOO…! —gritó con desesperación. Frenó inútilmente
ya que descendía sin gobierno por el denso y resbaloso pasto. “¡Voy a morir,
soy muy joven aún, Dios, piedad!”. Supo que las señales recibidas en Lamas
ocultaban el desenredo de los póstumos eventos.
Su bicicleta rebotaba en cada piedra o rama que le
estorbaba el paso. Bregaba por mantenerse estable. Los frenos que se rompieron
a cinco metros de la pista, por la excesiva y brusca tensión, le trajeron su
ruina inmediata. “Estoy con un pie en la tumba. Si llego a caer por esa
pendiente a la orilla repletísima de guijarros del riachuelo, me fracturaré el
esqueleto entero”, se acordó de la vez que bajó a bañarse en esa pedregosa y
mohosa corriente de agua. Las manos, las nalgas y los riñones le dolían en cada
brinco. Las flexibles ramas y los magros tallos que le latigueaban el rostro
hacían excelente trabajo en aturdirlo… ¡Pum!. La llanta delantera de su
bicicleta colisionó en una roca más pétrea y firme que las demás. Cayo salió
expelido por los aires como cuando los pilotos de naves de combate se arrojan
en el asiento expulsor y de esa manera se salvan de chocar o de ser disparados
por misiles.
—¡AAAAAH…! —rasgó inclemente un ensordecedor grito.
Mi primo no apoyaba el trasero en algún cojinete de
la fuerza aérea, ni tampoco tenía un paracaídas acoplado. Solo él y su mochila,
literalmente, volaban a través de ramas y hojas. Su bicicleta daba volteretas
por detrás, cuesta abajo. Más allá, en la ligera penumbra, logró ver una cerca
de piedras interpuestas, similar a la de los israelitas ovejeros en la época de
Cristo; y, un poco más próximo, lo terrible y angustiante: una hilera de
afiladas estacas clavadas en tierra, con las puntas dirigidas a su plexo solar.
Todo en él sucedía en milésimas de segundo, como si las imágenes fílmicas de un
cinematógrafo, que corren a docenas por segundo, lo hicieran en más tiempo.
“¡Qué salvaje muerte tendré, Dios mío!”, se
sobrecogió. Oyó varios gruñidos y sonidos de pezuñas. Restaban unos palmos de
distancia para convertirse en anticucho
humano y, de la nada, una soga templada le contrajo el pecho. Debido a
la inconspicua luz, la cuerda casi no se notó. ¿A quién le dio las ganas de
amarrar los extremos de una soga en los tallos de unos árboles?
Mi primo quedó sin aliento al comprimirse sus
costillas. Y, al caerse de bruces en el revestido lecho boscoso, sintió como si
un gigante bate de béisbol le asestara un porrazo. Su bicicleta se atajó en la
cuerda y giraba como un yoyo. “Ahora sé lo que sienten las pelotas”, pensó al
impactarse en el suelo. Pero el peligro seguía inminente. Revolcaba hacia los
puntiagudos troncos. Se molía los hombros, se contusionaba las rodillas y se
lesionaba la cadera a cada vuelco. Algunas estacas estaban bastante inclinadas
que podían incrustarse en su vientre… ¿Saldría vivo de esta…? ¿Sería capaz de
burlarse hasta de la mismísima muerte…? ¿Cenaría esa noche con su familia…?
¿Viviría para contarlo al mundo…? Claro que sí, porque si no amigo lector, este
libro, no existiera.
—¡Me salvé! ¡Pensé que moriría zarpado! ¡Gracias a
Dios no! —me dijo días después en el snack de su madre.
Cayo me brindó una valiosa ayuda al contarme a
detalle lo que pasó a posteriori… Un roñoso animal le salvó la vida: ¡Un
regordete y encebado cerdo…! Lo irónico es que el irracional porcinazo no
incluía el sacrificio en sus planes. Se le cruzó en un mal momento. Pues, la
historia completa, es que una estampida de marranos se atravesó entre él y las
filosas puntas, y «el salvador», empujado por su peso, se ensartó en dos
estacas. ¡Qué desdichado chancho, se quejaba con locura! Luego fueron
pisoteados por otros puercos y Cayo se derrapó de súbito sobre el flácido
cuerpo del desafortunado, del que chorreaba una enturbiada sangre y hedía a
excremento. Se quedó boca arriba y, con lo ofuscado que estaba, apenas miró la
llanta delantera de su bicicleta pegarle inmisericorde en la nariz. Se hubo
soltado del cordón que pendía. El neumático partió su tabique nasal al
instante. Mi primo lanzó un plañidero y estrepitoso grito y luego persistentes
gemidos. Veía como detrás del velo de una novia. Tenía un lacerante dolor en
los huesos de la parte media de la cara, que pensó se despedazaría su osamenta.
De sus fosas nasales emanaba sangre en cascadas y su magullado cuerpo lo dejó
enervado y embotado. Teniendo de cama al pasto y a la hojarasca y de almohada
al inerte cerdo, pidió auxilio con voz gaga:
—¡Chilampa…! ¡Totolín…! ¡Ayúdenme…!
—¡TE CREES MUY BUENO, EH! —vociferó Chilampa. Cayo
pedaleaba como los dioses y era dificultoso alcanzarlo o, siquiera,
aproximársele. “¡Qué curvada suicida! Si Chechelé puede, aprenderé a hacer eso
entrenando más, pero mis prácticas no empezaran hoy”, pensó cuando observó que
mi primo doblaba la esquina que bajaba a la carretera. El perseguidor frenó
hasta disminuir su velocidad a inferiores 15 km/h, y viró con parsimonia.
Totolín iba una cuadra a espaldas de él. No graduó
con prontitud el cambio de máxima presión y eso no le permitía pedalear
normalmente, y si lo hacía, el sistema de arrastre chirriaba y sus zapatillas
resbalaban de los pedales. Avanzaba por lo inclinado del pavimento y dobló la
esquina incluso más lento que su predecesor.
—AGUANTA, PROMOCIÓN, uff —resopló. Su amigo se
encontraba a la altura del parquecito, ahora iluminado.
—Tus superpoderes no duraron mucho, ¿verdad? Ni el
descanso te convaleció —dijo Chilampa sin levantar la voz. Divisó a mi primo a
escasos metros del rótulo de bienvenida al pueblo: demasiado difícil y
extenuante para nivelársele. Igual pensaba Totolín de él. Los bichos del monte
le molestaban en menor cuantía que a Cayo y en mayor que al rezagado, esto se
debió a la velocidad de cada uno.
—Es posible que Chechelé nos espere en la entrada a
Cacatachi —monologó murmurando, por si tragaba dípteros, ortópteros o
lepidópteros. En seguida recordó su baile con Maitte, las palabras de despedida
que le dijo al oído y el cálido abrazo.
—¡Qué rico y reconfortante abrazo! Quisiera volver a
apachurrarla y… —no terminó de decirlo porque una polilla y un tábano entraron
en su boca. Los escupió con repugnancia y no habló más. Se enfocó en su
trayecto, pues la situación lo requería, o sino acabaría como mi primo. Tres perros
salieron a toda prisa de una de las chozas localizadas cerca del puesto vacío
del vendedor de piñas e hizo una ágil maniobra para sortearlos. Gracias a su
concentración y previsión no corrió la misma suerte que Cayo.
Chilampa y Totolín pedalearon acorde a sus
facultades físicas. Ambos nunca lo habían hecho de noche y valía la pena
disfrutarlo (excepto por los insectos) por una hora o más. No querían arribar a
sus casas sudando a borbotones. “La carretera a oscuras difiere mucho con lo
soleada y refulgente que está durante el día. Chechelé poseerá vista de lechuza
para animarse a ir a ese ritmo”, pensó Chilampa, errando sus conjeturas acerca
de mi primo. Entre los kilómetros seis y siete, el mugido distante de un buey
le alertó de que del lado contrario de cada curva una bestia vacuna podría
bloquearle el paso.
Ningún canto de ave vaticinadora oyó en el lugar que
lo hizo Cayo, envés de eso, captó un sonido procedente de un kilómetro más
abajo: un grito desesperado, que era de… No se le ocurría que pudiera ser otra
persona. “¿Será quién supongo que es…? Sea quién sea, lo averiguaré si me voy
rápido”, especuló, y de inmediato aceleró. Detuvo su marcha al ubicar el sitio
del ruido. Se apeó de su bicicleta a la izquierda de la carretera y prestó
atención a cualquier inusual sonido proveniente dentro de la vegetación del
terreno inclinado. A un breve rato, un apagado y nasal quejido pronunció su
nombre y el de Totolín, seguido de una aguda petición de auxilio. Los lamentos
venían desde el interior de los pastizales, arbustos y árboles umbrosos. Se
metió y comenzó a bajar, guiándose por los gemidos de dolor.
—Chechelé, ¿eres tú? —dijo.
—Si, estoy aquí, ¿eres tú Chilampa? —musitó Cayo,
deseando profundamente que le inyectaran anestesia.
—El mismo. ¡Qué resbaloso está por acá! —se tropezó
en una piedra—. Ya casi es de noche… ¡Hey, ya te vi…! ¿Cómo diablos terminaste
así? —se hallaba en un dilema de actitudes, en definitivo, no se decidía si
reírse a carcajadas del maltrecho o de darle lástima y buscar la forma de curar
sus heridas.
Mi primo casi no se había movido de su incómoda
posición. Se alegró de ver a Chilampa y lo recibió diciendo en medio de la
penumbra:
—Encuentra ayuda, promoción.
—Primero dime cómo terminaste encima de esa
inmundicia —se esforzó por no reír—. Explícame cómo acabaste así.
—Es una larga historia —articuló, más como el
graznido de un ánade que cualquier cosa, pues los coágulos de sangre le
obstruyeron su respiración, originando su repentino cambio de voz.
—Compren… —no pudo seguir entablando una
conversación normal y, en menos de lo que canta un gallo, se desternilló de
risa.
—¡Párala ya, Chilampa! —remachó Cayo, después de que
el bufón continuara riendo a toda costa.
—Es difícil contenerme —dijo entre risas.
—¡Qué clase de amigo eres! —disonó—. ¡No tienes
consideración de un pobre desvalido! ¡Cállate, y levántame de esta cochinada!
—Y yo que creía que eres lo máximo en este deporte
—le decía eliminando sus cacareos y apoyándolo al pie de un caoba. Entregándole
su polo sucio, prosiguió—. Límpiate la nariz con esto, Chechelé. Hay una luz
por esos árboles, te traeré ayuda. Cuando regrese me cuentas sobre el chancho,
pienso que se merece un homenaje de mártir o un beso de parte tuya —se fue
riendo y trotando con cautela por la espesura.
La bicicleta de Cayo reposaba tendida a un lado de
las estacas. Representaba un abandono de hacía meses en aquel oscuro paraje y
tal vez estaba tan destrozada que necesitaba llevarla con urgencia al taller.
“Mi bici y yo deberíamos estar en cuidados intensivos”, se adoleció. Gruñidos
dispersos y escarbadas impetuosas forjaban ecos en los alrededores, mezclándose
con el llamado de apareamiento de las chicharras, junto al croar de los sapos
mimetizados y las ranas arborícolas: la melodía nocturna del bosque sanmartinense
hacía dúo con la bullanga de los puercos domésticos.
El suido ensartado le trajo estremecimientos. En una
ocasión miró el destello de una imagen de su cuerpo atravesado y sin vida.
“¡Qué muerte tan espantosa hubiese tenido! Reconozco tu grandeza Señor… aún no
llegaba mi hora”, caviló.
—Muchachos, ¿están aquí? —Totolín bajaba tanteando
en las sombras.
—Aquí estoy, compadre —contestó Cayo. La sangre
impregnada en su pecho enfriaba sus músculos y le daba indicios espasmódicos.
—¡Hey, Chechelé! —Totolín se plantó en su delante
con la mandíbula aflojada—. ¿Te encuentras bien?.
—He estado mejor —dijo tiritando.
—¿A dónde se ha ido Chilampa? —preguntó, y, dándose
al fin cuenta de que estaba manchado de sangre, dijo—. ¡Demonios, estás herido!
—No es nada grave, prefiero esto que estar muerto
—parló disonante.
—¡Cálmate, viejo…! ¿Cómo…? ¿acaso te ibas a morir?
—Por poco, Totolín. Luego te pongo al día. Chilampa
fue a buscar ayuda. Chequea que se hizo mi bici.
—Lo haré —asintió—, pero mantente silencioso, no te
esfuerces en hablar más que ya vendrán a curarte —revisó concienzudo el
preciado objeto de mi primo y, mientras se ocupaba de ello, exponía lo que
lograba distinguir en la oscuridad— Varios rayos quebrados… la cámara trasera
algo desinflada… los aros descentrados… a la cadena la engranaré de nuevo en el
piñón y la catalina… los frenos rotos… el timón se dobló, ya lo enderezaré… la
horquilla tiene una ruptura… un cachito se partió… el chasis tiene más
ralladuras que el novio de Gatúbela… lo siento, Chechelé.
—Está peor que yo —dijo lastimero.
—Se invertirán los papeles si sigues agitándote.
Un rato después Chilampa llegó. Venía,
supuestamente, una mujer detrás de él. Las sombras de la copa de los árboles
cubrían sus facciones, dando la impresión de que una vacuidad se extendiera
dentro del perímetro de su cara. Olía a trago y tal vez llevaba puesto una bata
de dormir. Antes de que Chilampa hablara, esta persona se le adelantó furiosa,
revelando su identidad real al salir de la negrura:
—¡Maldito, volvió a sacar a mis cerdos! ¡Pero me
ahorraron el trabajo matando a uno!
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