Vivimos días cada vez más
infaustos. Ya a la fecha, alrededor de
uno de cada mil trescientos peruanos está infectado con el COVID-19, ya que
al iniciar la tarde los medios de prensa informaron que hemos alcanzado la
cifra de 25,331 casos.
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Se ve que mucha gente que
anteriormente salía a las calles sin acatar la cuarentena, ahora ya no lo hace,
excepto para la compra de alimentos o medicina. Se respira temor en la
población. Muchos se están muriendo de
hambre en sus hogares esperando una ayuda que nunca llega. Los medios más
usados para lanzar su grito al cielo son las redes sociales y la TV, al menos
para los que tienen acceso a Internet o son entrevistados por un intrépido
comunicador social; los más desfavorecidos viven alejados en los pueblos más
recónditos del territorio, que a veces ni la prensa es capaz de llegar.
De toda esta población
vulnerable, no deja de sorprendernos ver que muchas personas salen a las calles, no por negligencia ni por desacato,
sino por necesidad.
Llena de consternación toparnos
con ambulantes sentados a un lado de la
vereda o andando sin parar calle tras calle, sudando la gota gorda a pleno
sol de verano. Dejan a un lado su temor por enfermarse y se buscan las monedas
para llevarse el pan a la boca; no importa si así ganen solo cinco o diez en
todo un día de duro trabajo, con tal que les alcance para comer aunque sea una
vez al día o veces nada por salvar del hambre a sus hijos.
El
negocio de la venta ambulatoria ha caído en picado desde que se decretó la
cuarentena.
Pocos se arriesgan a comprar un chicle o una galleta en las calles. Prefieren
acogerse en la "vieja confiable" del arroz con huevo frito y evitarse
de cualquier clase de golosina.
Los clásicos antojos que nos
dábamos a diario han quedado en el pasado. La tía golosinera y el señor chiclero a los que siempre acudíamos
hasta por un cigarrillo, se han convertido en los nuevos marginados de la
sociedad.
¡Qué culpa tienen ellos! Viven
el día a día y no podemos hacer nada por mandarles a casa, si es que la tienen.
En
los países desarrollados esta problemática es inexistente. Países como Suecia son un
claro ejemplo. Allí no hay población en extrema pobreza. Las personas tienen
con qué abastecerse sin trabajar porque tienen recursos ahorrados o medios para
obtenerlos.
La
logística de aprovisionamiento de alimentos en el Perú da mucho que desear. Las autoridades estatales,
regionales y locales se encuentran desarticuladas, sumando al problema la falta
de personal voluntario en cada entidad edil. Tampoco hasta el momento millones
de familias se han podido beneficiar del bono prometido por el Estado.
En conclusión, la gente sale a las calles más por
necesidad que por negligencia. El ahorro no se da en personas en
condiciones de extrema pobreza, para ellos es imposible porque si dejan de
trabajar un solo día se podrían quedar sin comer, no les sobra.
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